"En los ochenta era necesaria una firme base industrial y hoy lo sigue siendo"
Diego Díaz: Buenos días, profesor
David Rivas.
David M. Rivas: Buenos
días.
D.D.: ¿Qué tal por ahí,
por casa, con esto del confinamiento? Bueno, usted tendrá algo de jardín para
poder salir…
D.M.R.: ¿Jardín? Aquí lo que
sobra es tierra… En general, bien. En la aldea esto se lleva mejor porque
nuestra vida es la misma. Eso sí, tengo muchas ganar de tomar unos culinos con los amigos en el chigre.
D.D.: En estos días, con
una recesión a las puertas y gran incertidumbre, conviene analizar el pasado
más reciente. Quería hablar con usted sobre el proceso de desindustrialización
de hace treinta años y sobre el papel de la empresa pública y ver si de
aquellas experiencias hemos aprendido algo.
D.M.R.: Encantado. Además
eso nos va a permitir hablar bastante de Asturias, que sufrió la política de
desindustrialización y también tenía gran presencia de empresa pública.
D.D.: En los finales setenta
y en los ochenta, ¿hubo una política premeditada de desindustrialización o fue
una reconversión que salió mal?
D.M.R.: Analizándolo en
esos términos, podemos decir que hay dos elementos que confluyen. Lo mismo por
zonas que por sectores, hay verdaderos proyectos de desindustrialización, hay
una política intencionada; en otros casos se trata de un intento de
reconversión que sale mal. Por ejemplo, en el caso del sector de construcción
naval de Asturias hay una política consciente de desmantelamiento, mientras
que, en ese mismo sector, no había esa determinación en la bahía de Cádiz. Y es
que en Asturias, en Gijón, el ayuntamiento estaba muy interesado en abrir la
costa occidental a usos terciarios y habitacionales: regenerar playas,
construir… plusvalías. Contra el sector naval había demasiados intereses,
además de que, ciertamente, tenía grandes lastres propios. Hablo de cuando se
inició el proceso. Después, a resultas de las movilizaciones, los conflictos,
los enfrentamientos durísimos, las cosas fueron cambiando y el gobierno fue
improvisando, demostrando a un tiempo que tenía mucho mejor estructurada la
política de interior que la de industria. La diferencia, a mi juicio, estaba en
la diferencia de peso de la empresa pública, con muchos más trabajadores, y
también, dentro de lo público, de la presencia de Bazán, con todas sus
vinculaciones a la construcción de buques de guerra. Por ejemplo, en Asturias
sólo había una empresa pública, Constructora Gijonesa, sin especialización
militar, y varias empresas privadas mal dimensionadas todas, aunque alguna
podía haber tenido remedio. En cuanto al sector del metal, sí hay un intento de
recomposición y reestructuración que, a la postre, fracasa. Y el fracaso viene,
como era de esperar, de que, al ahogar intencionadamente al principal cliente
de la metalurgia y, en general, del sector metalmecánico, éstos se vieron
arrastrados en muy poco tiempo. Y, en un poco más de tiempo, la caída de la
industria arrastró a la construcción y a los servicios, provocando la mayor
catástrofe económica de la historia de Asturias, no ya desde los treinta, sino
desde la crisis de finales del XIX.
D.D.: La famosa frase de
que “la mejor política industrial es la que no existe”, ¿es cierta o es
apócrifa?
D.M.R.: La frase es
cierta. Lo que no recuerdo es quién fue el iluminado que la pronunció, aunque,
evidentemente, sería un ministro de Felipe González. De todas formas, en aquel
momento, si el debate hubiera sido otro, habríamos oído que “la mejor política
energética es la que no existe”, o que “la mejor política agrícola es la que no
existe”, o que “la mejor política de transportes es la que no existe”. Estamos
en el momento más engreído del capitalismo, que era tan triunfante que incluso
había puesto punto final a la historia, como decía Fukuyama, aunque con más
inteligencia y matices que sus seguidores más acérrimos, esos que, como es lo
propio, seguramente ni habían leído su libro.
D.D.: Pero también hay
una idea de que modernizar la economía es apostar por la desindustrialización y
avanzar hacia otro modelo de sociedad.
D.M.R.: Esa cuestión yo
la vívi muy de cerca. En primer lugar, algo había de personal: a mi familia la
crisis industrial de Gijón la cogió de frente, llevándola a situaciones de las
que bien creíamos que no íbamos a salir. Pero es que, además, en ese tiempo es
cuando yo acabo la carrera y comienzo, al curso siguiente, a dar clase. Aunque
estoy entonces en la Complutense, en un Madrid muy diferente a Asturias por
muchísimos motivos, la reconversión es uno de los grandes ejes de debate en las
aulas, como había sido la estanflación cuando yo era estudiante. Mi bautizo de
fuego sobre economía española, aunque yo era profesor y siempre lo fui de
estructura económica mundial, fue esta problemática. El caso es que hay una
corriente, que ya venía de una década atrás, que mira para el futuro como si tuviera
en la mano una bola de cristal, cuando, en realidad, lo que tiene es un
retrovisor. Estos teóricos van viendo lo que quedó atrás y creen que esa es la
tendencia inquebrantable de lo que va a venir. Creen, el gobierno y muchos
académicos, que la industria es el pasado y que el futuro es una sociedad
postindustrial, terciaria, una sociedad de la información. Es entonces cuando
cala en España lo de la sociedad de la
información, que yo ya conocía de mis años de estudiante, precisamente a
través de Castells, el actual ministro, que fue un pionero en estas cosas. Es
decir, aquello no era una ocurrencia de Solchaga, sino que había toda una
corriente de pensamiento progresista en ese sentido. A mí nunca me convenció
ese planteamiento. Para mí era evidente que la estructura económica se
terciarizaba, pero siempre pensé que era necesaria una firme base industrial. Han
pasado cuarenta años y lo sigo pensando. Yo me preguntaba y contaba en clase
que si los países que iniciaban el gran salto en aquel momento, los que luego
llamaron emergentes y que eran China
e India y, tímidamente, Brasil, lo estaban haciendo sobre modelos industriales,
¿cómo se podía hablar de desindustrialización? Si de cuatro mil millones de habitantes
que éramos, la mitad basa en la industria su desarrollo, ¿cómo podemos hablar
de sociedad postindustrial? Esa era una visión tremendamente estrecha de las
ciencias sociales y, además, muy eurocéntrica. Posiblemente hubiera esa
tendencia desindustrializadora en algunas regiones de Europa occidental, no
tanto en Estados Unidos, más celosos siempre de su estructura industrial.
Hablar de desindustrialización y de postindustrialismo cuando medio mundo
basaba en la industria su crecimiento, no sólo era un desenfoque teórico, sino
incluso una perversión de las palabras, de la terminología.
D.D.: En ese momento,
finales de los setenta, a la situación de una industria obsoleta, se une la
debilidad del gobierno de la UCD y la fortaleza de los sindicatos.
D.M.R.: Una empresa,
especialmente la gran empresa, que es la que tiene una importante capacidad de
decisión, frente a la pequeña que navega bien en la ola de la grande o se hunde
a la mínima zozobra de la grande, puede responder de varias maneras ante una
situación crítica. Hay cuatro vías fundamentales: reducir costes, incrementar
precios, buscar y abrir nuevos mercados e invertir en innovación tecnológica.
La empresa industrial española tuvo lo que se conoce como una adaptación pasiva y sólamente recurrió a
la reducción de costes y al incremento de precios. La crisis que se inició en
1973 fue la más grave desde 1929, es cierto, pero debemos buscar una
explicación al porqué en España fue más grave que en ningún otro país
capitalista desarrollado. La diferencia estaba en que el modelo industrial
venía de un régimen como el franquista, que utilizaba el sector público para
viabilizar las ineficacias privadas, bien a través de nacionalizaciones, bien a
través de apropiación directa de renta por parte de la oligarquía. De este
modo, no había en la gran empresa capacidad para una adaptación activa como la que se vio en Alemania sobre todo pero
también en Francia o en el Reino Unido, incluso en Italia. Esa adaptación activa
se basaba en invertir en tecnología, abrir mercados nuevos o lanzar productos
nuevos, renovar los procesos productivos… La reacción de la empresa española no
fue esa, sino una adaptación pasiva: no modificar nada de su estructura y
quedarse, como era habitual en el franquismo, a esperar el rescate del estado.
Tenía la gran empresa dos vías para mantener beneficios sin hacer nada: echar
trabajadores a la calle o trasladar los costes a los precios. Los últimos
gobiernos de Franco y los primeros de Juan Carlos no podían permitirse el lujo
de abrir más frentes, en un ambiente de profunda alteración social y
desestabilización política, por lo que no podían permitir que las cifras de
paro subieran como la espuma. Entonces la empresa recurrió a la subida de
precios. El gobierno reaccionó dándole a la máquina de hacer dinero y a cargar
el coste de la crisis sobre las cuentas exteriores, el único componente del PIB
que gozaba de buena salud. El resultado fue una inflación galopante que llegó
al 25 por ciento.
D.D.: Suben los costes
empresariales porque también entre 1975 y 1977 hay una explosión en las reivindicaciones
obreras que fuerza una subida de los salarios.
D.M.R.: Es conveniente
situar los procesos en su contexto histórico. Un error básico del franquismo de
los años sesenta, los años del desarrollismo, fue el de pensar que se puede
acometer una industrialización sin contar con la clase obrera. Los tecnócratas
del Opus Dei lanzaron su programa económico bajo la hipótesis de que el modelo
social iba a ser estable siempre o, al menos, durante un largo tiempo. Esa
hipótesis es falsa y siempre lo fue en todos los momentos históricos. Marx
decía, y tenía razón, que cuando la estructura económica cambia, la estructura
política acaba saltando en pedazos. No estamos en la Inglaterra del XVIII, en
los albores de la formación de la clase obrera, no. Estamos en el último tercio
del XX, con una clase obrera existente y amplia, aunque reprimida y desorganizada.
En ese momento al gobierno le bastaba con controlar la cuenca minera asturiana,
la periferia de Barcelona, la periferia de Bilbao y poco más. Pero resulta que
es la gran industria la que agrupa a la clase obrera y la que sienta las
condiciones para que se organice: fábricas grandes, barrios obreros, transporte
público… Era cuestión de tiempo que el movimiento obrero se organizase. Donde
había una tradición larga y había seguido viva tras la guerra civil, como es el
caso de Asturias, se organiza antes. No es casualidad que Comisiones Obreras
naciera en La Camocha. Lo mismo pasó en Vizcaya y en Barcelona. Pero, en pocos
años apareció un fuerte movimiento en las fábricas y barrios periféricos de
Madrid y así sucesivamente. Y esa clase obrera, ante la brutal y contínua
subida de precios, y ante la debilidad del régimen tras la muerte de Franco,
fuerza al alza de los salarios, consiguiendo subidas de casi el triple que la
media de la OCDE. Como la empresa, en su adaptación pasiva, sólo sabe responder
trasladando los costes a los precios, la espiral inflacionista continúa su marcha.
Cuando, tras los Pactos de la Moncloa, se lleva a cabo una especie de plan de
estabilización y se empieza a detener el crecimiento de los precios, la
empresa, de nuevo en adaptación pasiva, reacciona con despidos masivos.
Entramos en la segunda fase de la crisis: de una crisis de inflación pasamos a
una crisis de desempleo. En todo este proceso nunca la gran empresa intentó vías
de adaptación activa, como es buscar nuevos mercados, innovar en procesos y
productos, invertir en tecnología, buscar inversión de dentro o de fuera… Cuando
llega la reconversión, por cierto, un término religioso que no significa nada
en economía, se repite un mismo problema: es imposible llevar adelante una
política industrial, en este caso una política de desindustrialización, sin
contar con la clase obrera. Como la UCD no tiene un sindicato de referencia,
aunque lo intentó con la USO pero la jugada no salió bien, hay que esperar a un
PSOE con su sindicato de referencia. La UGT, por miedo a hundir a un gobierno
que considera suyo, se convierte en un actor maleable durante la reconversión,
pero no deja de ser la organización obrera más grande, aunque no en los
sectores a desmantelar, lo que provocará enormes tensiones intersindicales. De
esta forma, el PSOE realizó la política que la UCD nunca hubiera podido hacer.
En unos casos los trabajadores apoyaron las medidas del gobierno que
consideraban suyo y en otros la unidad obrera quebró.
D.D.: ¿Se podían haber
hecho las cosas de otra forma?
D.M.R.: Viendo las cosas con perspectiva histórica,
era muy difícil salir del atolladero, salvo optar por volver al franquismo o
iniciar una marcha hacia el socialismo, dos modelos destruidos. A nadie se le
ocurriría un modelo autárquico ni azul ni rojo. Eso sí: se podía haber
repartido el coste del ajuste de forma más equitativa y no cargar todo el peso
sobre los trabajadores, los campesinos, los pequeños empresarios… Pero, ¡en
fin!, eso ni era nuevo ni fue la última vez que iba a suceder, ¿verdad? Hay una
cosa llamativa de la historia de esos años. La etapa de la transición, período
que la mayoría considera que va de la muerte de Franco al triunfo electoral del
PSOE, aunque yo considero que continúa hasta el ingreso en la Unión Europea,
parece muy estudiada. Esa apreciación no responde del todo a la realidad. Hemos
estudiado mucho la transición política desde un régimen autoritario a otro
democrático e incluso desde hace unos años se está procediendo a una revisión,
bajo una óptica menos idílica y menos mitificadora, del proceso. También hemos
estudiado bastante de la transición económica, un proceso de liberalización e
internacionalización. Quedan aspectos más oscuros, como la evolución de la
iglesia o la del ejército en la transición. Pero resulta llamativo que haya muy
pocos estudios sobre la evolución de la empresa desde un punto de vista
interno, estudios sobre la evolución de los empresarios. La historia, no de la empresa, sino de las empresas, es muy interesante. Yo leí hace unos años la
historia de Duro Felguera, realizada por Germán Ojeda, y me pareció algo
apasionante. Por ejemplo, estudiar la evolución de los Felgueroso, los
Figaredo, los Masaveu, los Duro, los Adaro… desde los capitanes de industria
hasta los señoritingos vendedores, sería importantísimo para entender las
cosas. En la evolución de esas grandes familias empresariales encontraríamos
claves valiosísimas, especialmente si tenemos en cuenta cómo eran las
relaciones sociales bajo el franquismo. No es el tipo de trabajo que a mí me
gusta realizar pero me encantaría contar con esos estudios, aunque fueran
hagiográficos como lo es alguno que conozco, porque ya sabré leer yo entre
líneas. A mí me parece que la empresa, la gran empresa, no llegó a hacer su propia
transición. De hecho, las declaraciones de estos días de algunos dirigentes de
la CEOE se parecen mucho a las que oíamos en los setenta y ochenta, es decir,
hace cuarenta años. Tenemos un empresariado, con honrosas excepciones, que hay
muchos empresarios de otra pasta, tremendamente anquilosado, con grandes miedos
al cambio, que se asusta ante un gobierno que no controla del todo o compuesto
por ministros de una generación desconocida para ellos, precisamente la nacida
en la transición. Siempre se dice que la sociedad española tiene aún mucho del
franquismo y es verdad, y es particularmente cierto en el caso del
empresariado. Para que una empresa sea eficaz ha de saber enfrentarse a cuatro
variables: el coste de la mano de obra, el coste de las materias primas, el
coste del capital y la competencia exterior. Durante el franquismo los salarios
estaban regulados, el capital era de coste cero y, a veces, negativo porque el
tipo de interés estaba por debajo del índice de inflación, y el mercado estaba
cautivo. Además, desde el final de la guerra mundial, todo el desarrollo
capitalista mundial se había basado en un descenso continuado del precio de la
energía y de las materias primas. De repente, el petróleo rompe el equilibrio
en todo el mundo y en España hay sindicatos libres, el capital empieza a tener
precio y creciente por la tremenda inflación, y se abren las aduanas. Aquello
era el acabose. Entonces aparece la cruda realidad: no hay empresarios, sino
una caterva de incompetentes amparados en el estado. Y no saben reaccionar.
Volvemos a la adaptación pasiva. Hablemos de los salarios. El coste de la mano
de obra no es la variable a tener en cuenta, sino el coste laboral por unidad
producida. Si donde antes se pagaba 1 y ahora se paga 2, pasamos de vender 2 a
vender 6, manteniendo los precios, pasamos de ganar 1 a ganar 4. Eso sería la
adaptación activa, la de la innovación o apertura de nuevos mercados. La subida
del coste de la mano de obra no fue excesiva para la empresa, sino excesiva para
la ineficacia de aquella empresa. Y con ese lastre seguimos en la
actualidad, al menos en los sectores más tradicionales. Evidentemente, por
suerte, existe mucho mundo por otros lados, pero hablamos de los sectores con
mayor incidencia directa, por ejemplo, en el empleo.
D.D.: ¿Qué se salvó de
aquella época, qué quedó en pie, qué consiguió hacerse competitivo?
D.M.R.: La variable que explica la salvación y la
adaptación de la industria no es la sectorial ni la tecnológica, sino la
territorial. La crisis se superó antes y mejor donde había un potente tejido
industrial de empresas medias y pequeñas y, a la vez, donde también había una
sociedad bien articulada. El ejemplo más evidente es el País Vasco. Los
economistas del sálvese quien pueda
no saben lo que dicen. Una estructura social bien engrasada, con mecanismos de
solidaridad y con fuerza identitaria, como es la vasca, es muy potente en la
protesta, en la huelga, en el enfrentamiento, sí. Eso es lo que ven esos
economistas. Pero una sociedad como esa también es un enorme amortiguador de
las crisis económicas, a la vez que una garantía en los acuerdos cuando estos
se hacen necesarios. A la vez, una sociedad bien articulada y de fuerte
conciencia de identidad es una garantía de mantenimiento de la demanda interna.
El sector de bienes de equipo, por ejemplo, del País Vasco, es de los mejores
de Europa, pero el de Asturias no tiene nada que envidiarle. La diferencia no
está en la tecnología ni en la cualificación de la mano de obra, en absoluto,
sino en que Asturias es un entorno hostil a la innovación, al bien hacer de los
empresarios y al empleo de la mano de obra cualificada. También Asturias sufre
más la herencia franquista, muy vinculada a la presencia de la empresa pública,
que provocó una asfixia económica en los setenta, pero que se convirtió en una
asfixia política desde los noventa. Ese también resultó ser un elemento
diferencial con respecto a otras zonas industriales como Vizcaya, Barcelona o el
entorno de la ría de Vigo.
D.D.: Ya estamos en el
estado de las autonomías. Los gobiernos asturianos, ¿no hicieron nada?
D.M.R.: Nada salvo una
cosa: obedecer consignas. Un ejemplo que aún hoy sigue explicando las cosas:
los diputados socialistas por Asturias, gobernando su partido en Oviedo y en
Madrid, votaron tres veces contra la variante de Pajares. Pedro de Silva, que
tuvo en sus manos la posibilidad de construir una Asturias diferente a esta
provinciana y cosmopaleta que hoy
padecemos, llegó a decir y a escribir a finales de los noventa que ellos nunca
habían pensado que la autonomía tuviera relación alguna con el desarrollo
económico. Además de que Asturias tenía demasiada historia e identidad para un
PSOE nacido de la nada, demostraba que no tenían ni idea de por dónde iban las
líneas de la economía del desarrollo. Esos son los años del auge de todas las
teorías de desarrollo endógeno y de desarrollo local, que tanto influyeron en
la modernización, incluyendo la industrial, de Europa, particularmente de
países tan similares como Italia o Irlanda. En Asturias no hizo nada el
gobierno, pero tampoco la universidad. Mientras el gobierno vasco se nutría de
estudios e informes de su universidad pública, e incluso de la de los jesuitas,
en Asturias no había nada. Cuando llegó la reconversión y la integración en la
Unión Europea, en Asturias no había nada hecho. El primer libro sobre el tema
es de 1968, sí, ¡1968!, un libro pequeño editado por Zyx, una editorial
madrileña de origen católico un tanto anarcoide,
titulado Asturias frente a su
reconversión industrial. Era obra de un colectivo de profesores de
economía, algunos fueron profesores míos en la Complutense, que firmaba con el
seudónimo de Arturo López Muñoz. Recuerdo con particular afecto a Juan Muñoz,
un profesor excelente que fue presidente del Congreso de los Diputados, y a
Santiago Roldán, con el que coincidí en el departamento de la Autónoma años
después. Repito: hablamos de ¡1968! En 1973 publica Julio Fonseca su Análisis estructural de la economía
asturiana. Luego llegó el silencio, la nada. Ni siquiera la editorial
Ayalga, con aquella extraordinaria Colección
Popular Asturiana, fue capaz a publicar, entre sus ciento y pico títulos,
un libro sobre la economía asturiana. Nadie quería hacerlo, nadie quería
indisponerse con el naciente régimen somático.
La facultad de economía de Oviedo, cuna de la intelligentsia socialista, nunca
hizo nada, aunque dio consejeros, presidentes de la caja o directores de
empresas públicas y de consorcios a cascoporro.
D.D.: Si el primer
estudio era de 1968 y el segundo de 1973, podría la cosa haber avanzado mucho.
Son casi veinte años anteriores a los procesos de reconversión y
desindustrialización.
D.M.R.: Evidentemente. Le
voy a poner un ejemplo actual. Yo escuchaba el otro día una comparecencia del
vicepresidente Iglesias sobre la renta mínima. Algunas preguntas incidían en
que el gobierno estaba improvisando. Pablo Iglesias, con toda la razón por su
parte, decía que hay toda una producción académica que avala la aplicación de
esa renta mínima. ¡Claro! La renta mínima no es una ocurrencia de Podemos. Hay
un gran debate y una enorme producción de modelos económicos desde hace más de
veinte años. Incluso algo parecido se viene aplicando en el País Vasco o en el
estado de New Jersey, que no me parece a mí que estén gobernados por
bolcheviques y bolivarianos. Luego, la política concreta se puede aplicar de
una forma u otra, e incluso ser un desastre, eso es verdad, pero hay toda una
reflexión teórica y toda una proyección econométrica previa. Pues lo mismo pasó
en los ochenta y noventa: unos gobiernos tuvieron la asistencia de sus
universidades, con estudios y proyecciones realizadas desde años antes, y otros
no tenían nada. De hecho, aún hoy, la Universidad de Oviedo presenta el índice
más bajo de impacto sobre su territorio circundante. Vamos, que podría estar en
Madagascar o en Arizona.
D.D.: Hay lugares que se
industrializan en los últimos años del franquismo y que siguen hasta hoy.
Pienso en Valladolid, en Burgos, en Zaragoza.
D.M.R.: Siempre se ponen
esos ejemplos y resulta que esos ejemplos representan el fracaso de la
industrialización española y no precisamente un éxito. Le faltó hablar de
Valencia, aunque Valencia es diferente, siempre tuvo tejido industrial y
actividad comercial con el resto de España y hacia el exterior. Está usted
hablando de los tres polos de desarrollo de los años sesenta, unos polos que se
instalan sin ningún sentido económico y por meros criterios políticos, además
de para cebar a las oligarquías locales que estaban fuera del pastel
industrial. En los setenta, también por decisión política y sin ningún criterio
económico, instalan ahí la industria automovilística, que va a ser la industria
más importante durante las cuatro siguientes décadas. Cuando deciden situar la
industria automovilística en esos lugares, toda la teoría de la localización
señala la necesidad de que se hiciera cerca de las grandes siderurgias
integrales y cerca de puertos marítimos. Eso quiere decir que la localización
idónea era Asturias y Vizcaya. Pero no se hace así. Y llegamos a la barbaridad
de que los inputs de la industria automovilística llegan del sector siderometalúrgico
de Bilbao, Gijón y Avilés y, por otra parte, cuando se exportan los vehículos,
salen por los puertos de Bilbao, Gijón y Avilés. ¡Mire usted qué modelo más
racional para una industria!
D.D.: Pero esa política
llevaba a una reducción de los desequilibrios territoriales.
D.M.R.: No se reducen en
absoluto. Es más: aumentan los desequilibrios. Recuerdo un libro de Mario
Gaviria, un sociólogo al que traté en aquellos años, siendo yo estudiante, que
se titulaba Zaragoza contra Aragón.
El polo de desarrollo de Zaragoza supuso el vaciamiento completo de Aragón. Hoy
Aragón tiene un millón trescientos mil habitantes, de los que seiscientos
ochenta mil están en Zaragoza. Hoy Aragón no es un país, ni siquiera una
región, sino una enorme ciudad mal planificada en medio de un desierto
demográfico. ¿Eso es reequilibrar el territorio? Lo mismo ha sucedido con
Valladolid, que está vaciando toda Castilla y todo León, aunque no de forma tan
exagerada. Burgos es otra cuestión, precisamente por estar muy cerca del País
Vasco. De hecho, en cualquier análisis de ejes territoriales que analicemos,
Burgos aparece en el eje de Bilbao. Los polos de desarrollo de Zaragoza y de
Valladolid consolidaron en el interior lo que ya venía pasando con el litoral,
sobre todo en el Mediterráneo, con su enorme potencialidad de atracción
demográfica. El famoso problema de la España vaciada no tiene solución, porque
fue un vaciamiento planificado por el desarrollismo franquista y continuado,
con la misma doctrina, por la política económica del PSOE.
D.D.: Entramos en lo que
hoy es la Unión Europea. ¿En qué medida esa entrada incide en este proceso de
desindustrialización o de cambios en la industria?
D.M.R.: Aquí nos
encontramos ante una situación muy parecida a la que veíamos cuando la crisis
de los setenta: los impactos del ingreso en la Unión Europea son diferentes
según qué zonas, en este caso ya según qué comunidades autónomas. Cuando España
entra en lo que hoy es la Unión Europea, el modelo autonómico ya está cerrado y
hay diecisiete comunidades con sus diecisiete gobiernos correspondientes. Las
competencias no son las mismas en todas ellas. Algunas comunidades tienen
competencias de industria y otras no. Se está produciendo una descentralización
en favor de las comunidades y ahora se inicia una entrega de soberanía a la
Unión, de forma que la administración central pierde poder hacia arriba y hacia
abajo. En este contexto, las comunidades que tienen competencias en política
industrial tienen mayor capacidad de reacción y de negociación. De esta forma,
la reconversión gris, la del metal y
el naval, afectó de una forma particularmente negativa a Asturias, con un peso
muy grande de esos sectores y sin poder de decisión; y, en menor medida, a
Andalucía y a Galicia en lo que respecta a la construcción naval. Por su parte,
el País Vasco salió mucho mejor parado: tenía competencias y un gobierno nacionalista,
además de aquella sociedad civil bien articulada. La Unión Europea marca
directrices, pero son los gobiernos los que las aplican. Bruselas plantea una
política de cupos, o de reducción de producción, pero no te dice dónde hacerla.
A la Unión Europea le da igual medio kilo de Gijón, cuarto de Vigo y cuarto de
Sagunto, que un kilo entero de Bilbao. Y el gobierno español decidió
beneficiando a aquellas comunidades con más votantes, más díscolas o gobernadas
por partidos a los que necesitaba por aritmética parlamentaria. Y a eso hay que
sumar la asimetría competencial. Poniendo un ejemplo reciente: Bruselas exige
rebajar el déficit pero no dice dónde lo debes hacer. Un gobierno decidirá
subir impuestos y otro bajar gastos y, si decide bajar gastos, puede recortar
en educación, en sanidad, en defensa o en infraestructuras.
D.D.: Pero también hay
intereses nacionales por parte de países más potentes, que tratan de eliminar
competencia y que tratan de relocalizar la producción.
D.M.R: Eso es cierto pero
muy relativo. Es un discurso trillado y con poca consistencia. En la
competencia internacional, hablo de aquellos años, quien puede tener problemas
es la empresa media y pequeña. Una empresa media de componentes electrónicos
del Vallés puede sufrir lo indecible frente a otra holandesa, tal vez también
media pero mejor dimensionada. Pero la empresa grande funciona de otra manera.
Seat, que era una empresa pública, no funciona de la misma manera que las
pequeñas cuando se enfrenta a Peugeot o a Fiat. Hay un ejemplo que conozco de
primera mano. Siendo ya profesor en la Complutense, trabajé, precisamente como
director de comercio exterior, en una empresa privada que fabricaba material
remolcado ferroviario, coches, vagones, furgones… Estuve tres años, los años
que mi sueldo en la universidad no me daba ni para el bonobús. Luego me fui a
la Autónoma en exclusiva y dejé la empresa. En una década se pasó de diez o
doce constructoras a tres, pero se incrementó la producción. Cuando yo estaba
en el sector había empresas en Cataluña, País Vasco, Madrid (donde había una
que era pública), Andalucía y Valencia. Diez años después sólo quedaban
empresas en Cataluña y en el País Vasco. Pero producen mucho más que todas
juntas anteriormente y lo hacen gracias a la modernización del ferrocarril, que
está íntimamente ligada a los fondos estructurales de la Unión Europea. La
mayor parte de la tecnología de tracción es francesa y alemana, que se
benefician del crecimiento ferroviario español. A un tiempo, la industria
española se beneficia de los fondos europeos que el gobierno emplea para el
ferrocarril, fundamentalmente el AVE y las cercanías de Madrid y de Barcelona.
La CAF, por ejemplo, afincada en Beasaín, en el País Vasco, multiplicó por más
de dos su producción y el empleo por tres.
D.D.: En el sector del
automóvil Alemania se hace con Seat, con su compra por Volkswagen, a la vez que
hace lo mismo con otras industrias automovilísticas del este, nada más que se
incorporan a la Unión Europea.
D.M.R.: Pero eso no es
una política de la Unión Europea, sino una tendencia generalizada de
privatización. Hemos cargado a la Unión Europea, a las instituciones europeas, con
todos los males. Lo hace hoy la ultraderecha pero ese discurso lo inició la
izquierda, contra toda lógica y sin analizar nada, aplicando clichés de hace
sesenta años. Una de las empresas que más se beneficiaron de la liberalización
y de la privatización del sector energético español, concretamente de los
carburantes, fue Galp. ¿A alguien se le ocurre decir que Portugal ha comprado
parte de la vieja Campsa y que está desindustrializando España? No veo yo ese
discurso. Pues podría hacerse, según usted. Quien decide esa política no es la
Unión Europea, ni Alemania, ni Francia, sino los gobiernos españoles. Nada
impide en la Unión Europea que haya empresas públicas. Es más, Francia,
Bélgica, Suecia y la misma Alemania, tienen empresas públicas. Fue España quien
decidió vender sus empresas públicas, sin que nadie se lo exigiera. Fíjese que,
incluso tenemos pervertido el lenguaje. Es común decir que “Alemania se hizo
con Seat”, cuando quien compró Seat fue una empresa privada llamada Volkswagen.
Es decir: si hubo dos actores en la compraventa, uno público y otro privado,
éstos no fueron Alemania como comprador y Seat como vendedor, sino Volkswagen
como comprador y España como vendedor. Es una empresa quien compra el capital a
un estado privatizador.
D.D.: Ya que hemos
llegado a este punto, me gustaría detenerme concretamente en la empresa pública.
D.M.R.: De acuerdo, a su
disposición.
D.D.: España en los años
setenta tenía muchas empresas públicas y hoy está a la cola de Europa.
D.M.R.: Así es y eso nos
remite a lo anterior: ¿hemos perdido empresas públicas por culpa de la Unión
Europea? ¡Si ahora dice usted mismo que somos quienes menos tenemos de todos
los miembros de esa Unión Europea…! Y tiene toda la razón, pero le voy a dar
más datos y alguna que otra anécdota. Cuando yo fui a estudiar economía a
Madrid pensaba, como casi todo el mundo, que la empresa pública tenía un peso
extraordinario. Seguramente influía el hecho de ser asturiano y de ver el
enorme espacio que ocupaba esa empresa pública, muy visible en los casos de
Ensidesa y Hunosa: miles de trabajadores, barrios enteros levantados por la
empresa o vinculados a ella, economatos, ciudades de vacaciones…, todo aquello
que veíamos entonces. Es que formaba parte de la vida, incluso para los que
nada teníamos que ver con aquello. Yo pasé mi infancia en Quintueles, en el
concejo de Villaviciosa. Recuerdo estar en La Ñora, una playa entonces con poca
afluencia y, de repente, llegaba una docena de autobuses con letreros: Hunosa 1, Hunosa 2, Hunosa 3… Eran
familias de las cuencas que iban a la playa con programas de la empresa. Con
esto quiero señalar que la presencia de la empresa pública era tremenda. Y, al
llegar a la universidad, me encuentro con un catedrático de economía de la
empresa, Andrés Santiago Suárez Suárez, un profesor excelente que fue luego un
alto cargo en el Tribunal de Cuentas, no sé si presidente, que nos dijo en
clase que la empresa pública en España era tan reducida como ineficaz. Es
decir, que tampoco en los años setenta el peso de la empresa pública era tan
grande como creemos. Y ahora vamos a volver a las privatizaciones de los
ochenta y noventa. Ensidesa tenía pérdidas y, ante tal desastre, lo mejor era
deshacerse de ella. La compró Arcelor que, en poco tiempo, equilibró las
cuentas y acabó dando beneficios en, creo recordar, cinco años. Eso se presentó
como la prueba de la virtud de la gestión privada frente a la pública. Pero,
¿quién era el propietario mayoritario de Arcelor?: pues el Gran Ducado de
Luxemburgo. Es decir, Arcelor era una empresa pública, pero luxemburguesa. El
problema de Ensidesa no era ser pública, sino ser española, creada desde un
principio para viabilizar ineficacias y asumir pérdidas, además de latrocinios
varios, del sector privado. En Asturias todos sabían para quién funcionaba la
empresa pública, pero como pagaba bien, era empleo seguro y ¿qué otra cosa se
iba a hacer en el franquismo…? En Luxemburgo las cosas se organizaban de otra
manera y al frente de sus empresas públicas ponían a los mejores gestores, y no
a gente con intereses en las empresas privadas del mismo sector ni a adictos al
régimen. Cuando llego Mittal todo cambió de nuevo, pero yo hablo del primer
movimiento de capital. El caso es que nada encontramos, ni en la teoría
económica, ni en la política económica, ni en la economía de la empresa, que
nos diga que lo público es ineficaz por naturaleza. El asunto no está en la
titularidad del capital, sino en el tipo de gestión.
D.D.: ¿Se podría abrir el
debate sobre la empresa pública en este momento?
D.M.R.: Sí, ¿por qué no?
Creo que dar marcha atrás en sectores industriales nos traería más problemas
que beneficios, pero con la que está cayendo y con la que nos viene encima sí
que deberíamos dar una pensada, que
dicen los mexicanos. Debería replantearse, por ejemplo, una banca pública. Nos
vamos a enfrentar a medio plazo y, seguramente lo va tener que hacer este
gobierno de coalición de izquierdas…
D.D.: Un inciso, por
favor.
D.M.R.: ¿Sí?
D.D.: Es una pregunta que
me interesa personalmente, ya que habla usted de este gobierno. ¿Nacho Álvarez
fue alumno suyo?
D.M.R.: No, no lo fue.
Nacho Álvarez, con esa calva y ese gesto tan serio, es muy joven y no tan
estreñido. Él entró en mi departamento hace tres años y yo no tuve demasiada
relación con él. Pero fue la primera persona, después de mis compañeros más
cercanos, a la que comenté que iba a solicitar la jubilación voluntaria. Yo
pretendía que mi asignatura, la que llevaba impartiendo desde 1980, primero con
Sampedro, luego con Berzosa y treinta años con Tamames, la estructura económica
mundial, no cayera en manos de quienes no ven la economía como un sistema de
articulación de instancias, sino como un simple mercado. Como lo nombraron
secretario de estado de no sé qué… Para entender a veces a esta gente habrá que
comprar un diccionario podemos-español español-podemos. El caso es que mi
asignatura se la quedó Ricardo Molero, colaborador de Nacho Álvarez, que llegó
un poco más tarde y con el que compartí dos grupos durante un año. Y creo,
porque sigo teniendo buena relación con las asociaciones de alumnos, que los
estudiantes están muy contentos con él y que, con sus evidentes y necesarios
cambios, sigue la línea trazada, como dice la tonada. Por cierto, los
profesores de estructura económica ya no existen oficialmente. Ahora son
profesores de economía aplicada. Pues bien, cuando ví el curriculum oficial de
Nacho Álvarez como secretario de estado, observé con satisfacción que se titula
como de estructura económica. Es una gran satisfacción para mí y para los
viejos que quedan, incluido el falangista Velarde, que es el más viejo de todos.
D.D.: Quería preguntarle
por Álvaro Cuervo, uno de los economistas de cabecera en Asturias. ¿Es un poco
como el gurú de los neoliberales?
D.M.R.: Yo no sigo mucho
a Álvaro Cuervo, no porque esté en desacuerdo con lo que dice, sino porque lo
que dice no me parece interesante. Fue quien hizo el estudio, financiado por el
gobierno de Asturias, sobre el impacto de la integración en la Unión Europea.
Yo leí el resumen que él mismo supervisó y me pareció un trabajo de
servidumbre. Hace ya años y tal vez hoy no sería tan crítico, pero me temo que
poco cambiaría mi opinión. Cuervo puede que sea un liberal, y seguramente a él
le gustaría esa definición, pero que sabe, como Velarde, que los liberales de
verdad nunca le darían asiento en su club londinense. En el fondo, a veces en
la forma, vienen del doctrinarismo franquista. Por eso son tan contradictorios,
son asesores del PP muchos de ellos y, cuando escarbas, asoma la pasión
intervencionista. Montoro es tal vez el más joven de esta línea: el otro día
defendía el ingreso mínimo vital. La
Falange y la doctrina social de la iglesia pesan mucho. Jóvenes economistas como
Rallo o Jano tienen predicamento en las tertulias televisivas y en las redes,
pero poco en la derecha tradicional. Pero, volviendo a Cuervo, sí que se trata
del principal representante de la política económica más conservadora de
Asturias, aunque, la verdad, bastante menos letal para el país que la política
llevada a cabo por Tini Areces y Javier Fernández.
D.D.: ¿Usted cree que
debe haber una intervención directa del estado en la economía?
D.M.R: Mire, para
situarnos, yo no soy totalitario ni estatista, ni en versión comunista ni en
versión fascista. Sus preguntas son a veces demasiado cerradas, y a mí, que
llevo muchos años trabajando en estas cosas, dejo el sí y el no para cuando te
piden matrimonio. Sí soy partidario de una banca pública, aunque fuera una
banca que no cubriera todo el espectro financiero, pero sí lo básico. Y no creo
que sea positivo sólamente por cuestiones de justicia social, sino también por
eficiencia, no por eficacia, que es cosa diferente, del propio sistema
financiero. Ahora nos enfrentamos a un problema: hay 200.000 millones de euros
comprometidos para avalar préstamos de pequeños empresarios. Si dentro de un
tiempo una cuarta parte no puede hacer frente a la deuda, ¿qué va a hacer el
gobierno? Pues, siempre que pueda, negociar: usted paga el capital y el estado
los intereses, vamos a medias, le abro una línea de crédito… Eso es una
actividad bancaria encubierta. Son acciones de banca pública encubierta. Pues
saquémoslo a la luz. En vez de tener una banca pública encubierta, abramos el
debate sobre la creación de una banca pública.
D.D.: Esa banca pública,
¿debería hacerse desde Bankia, que está dando beneficios, ya nacionalizada, o
desde el ICO?
D.M.R.: Pues no lo sé, la
verdad. Yo trabajo con tendencias, con series largas, en horizonte histórico, y
si me pregunta usted por el nivel de capitalización, las ratios de
apalancamiento… esas cosas, pues, la verdad, no sé qué decir. El otro día me
preguntaban por los pormenores de las ayudas a los autónomos. Pues, ¿qué voy a
decir?... que ni idea. Yo trabajo sobre cómo se comporta la demanda agregada,
muy deteriorada a día de hoy, de la oferta, de la evolución del PIB. Si hay que
actuar desde el ICO o desde Bankia no lo sé. Tendrá usted que preguntar a gente
que sepa del sector financiero más más que yo. Por cierto, yo siempre fui
partidario de la nacionalización del sector eléctrico, mucho más vital, en mi
opinión, que el bancario. Pero la izquierda, que dejó de leer y de estudiar en
el 68 como mucho, se dejó llevar por el mago: la reina banca de corazones en la
mano y, ¡pum!, el as de picas de las eléctricas en el sombrero del mago.
D.D.: ¿Debería tener el estado
presencia en la industria estratégica?
D.M.R.: Dando por
supuesto de que estamos hablando de lo mismo, me parece que sí. Pero creo que
debería ser competencia de la Unión Europea. Debe ser la Unión la que controle
los sectores estratégicos. No podemos, por ejemplo, tener 27 sistemas de defensa
y, por tanto, de industria militar. Sigamos con el ejemplo que traíamos: si la
política de transporte, que es, evidentemente, estratégica, se realiza con criterios
nacionales, podríamos ver el choque entre empresas ferroviarias de distintos
países. En el mejor de los casos la situación quedaría igual, pero podrían
pasar otras dos cosas: una integración vertical que nos llevara a un monopolio
u oligopolio privado de facto o a la desaparición del modelo de transporte europeo.
Hay que hacer de la necesidad virtud y que, ante esta situación tan dramática y
ante la dura recesión que viene, la Unión Europea comience a comportarse como
una verdadera unión. Y en ese contexto sí hay sitio para la empresa pública en
algunos sectores o, al menos, la existencia de programas públicos que permita
al estado intervenir con rapidez en casos de necesidad. Hemos visto cómo, en
una semana, un gran número de empresas, pequeñas la mayoría, han reaccionado
ante esta crisis con rapidez, cambiando su especialización en unos productos a
otros relacionados con las necesidades sanitarias. Tenemos tecnología, porque
es muy básica, y tenemos mano de obra capaz, pero no tenemos planes públicos.
D.D.: Entonces, ¿es necesaria
una planificación?
D.M.R.: Pues a veces sí y
a veces no. Es que, después de cuarenta años enseñando economía acabo con los
mismos interrogantes con los que empecé. Yo tengo más fe en el individuo que en
el estado, pero creo que el estado es imprescindible y debe actuar e intervenir
económicamente cuando sea menester. Estoy convencido de la necesidad, no de una
planificación en sentido estricto, sino de una política autocentrada. Un
ejemplo es la agricultura: es necesario caminar hacia una seguridad alimentaria.
Lo estamos viendo en esta crisis. En toda la Unión Europea sólo Francia se
aproxima al umbral de seguridad, precisamente porque cuida su sociedad rural y
valora a los campesinos. Recordemos que, hace unos años, una huelga de
transporte que no era general y de sólo tres días dejó desabastecida a Madrid.
Eso sí es un sector estratégico. Y la PAC tiene instrumentos para actuar. Es la
Unión Europea la que debe embridar este caballo. Sigamos con este presente
nuestro. Todavía no sabemos si mañana habrá mascarillas y guantes en la
farmacia más cercana y, mientras tanto, unas jóvenes hacen prendas para
seguridad contra el coronavirus en los sótanos del estadio del Betis, unos
chavales de Gijón convierten su producción de escapes para motocicletas en otra
de respiradores hospitalarios, una pequeña empresa de Valencia se reconvierte
para preparar artilugios para la hostelería pensando en el final del
confinamiento, miles de mujeres sacan sus máquinas de coser para hacer
mascarillas… ¿Fue necesaria la intervención? ¿Son una pandilla de peligrosos
neoliberales? Ni lo uno ni lo otro. El gobierno hizo lo que pudo, con bastante
ineficacia por otra parte, y los otros son hombres y mujeres con ideas que, tal
vez, nunca hubieran puesto en práctica pero, ahora, se vieron obligados por las
circunstancias. Algunos ganarán mucho dinero mañana con sus ingenios y otros no
ganarán nada por sus acciones solidarias. Cuando hablamos de planificación y de
sectores estratégicos pensamos en la defensa, en la seguridad informática, en
la energía, en la carrera espacial… Pues la cosa acaba siendo ese respirador
que falta, esa mascarilla que no encontramos y esa web que lleva esperanza a
los viejos de las residencias. Y nada de esto lo hizo el estado y tampoco las
grandes empresas. Pensemos un poco.
D.D.: Aquí lo dejamos,
David Rivas, y con ganas de ir a su casa en ese valle alto del España, tomar
unos culinos y ver su biblioteca, que
tengo entendido que es sensacional.
D.M.R.: La biblioteca
está hoy toda destartalada. La estoy ordenando y es un trabajo arduo y lento.
Además, esto de la situación de alarma me impidió traer nuevas estanterías. Es
una buena biblioteca, sí, y ocupa toda la planta baja de una parte de la casa,
la que era una de las cuadras. Pero, en cuanto pase esta corripiada, sabe que aquí será bienvenido, amigo Diego.
D.D.: Muchas gracias,
profesor.