"En los ochenta era necesaria una firme base industrial y hoy lo sigue siendo"




Diego Díaz: Buenos días, profesor David Rivas.

David M. Rivas: Buenos días.

D.D.: ¿Qué tal por ahí, por casa, con esto del confinamiento? Bueno, usted tendrá algo de jardín para poder salir…

D.M.R.: ¿Jardín? Aquí lo que sobra es tierra… En general, bien. En la aldea esto se lleva mejor porque nuestra vida es la misma. Eso sí, tengo muchas ganar de tomar unos culinos con los amigos en el chigre.

D.D.: En estos días, con una recesión a las puertas y gran incertidumbre, conviene analizar el pasado más reciente. Quería hablar con usted sobre el proceso de desindustrialización de hace treinta años y sobre el papel de la empresa pública y ver si de aquellas experiencias hemos aprendido algo.

D.M.R.: Encantado. Además eso nos va a permitir hablar bastante de Asturias, que sufrió la política de desindustrialización y también tenía gran presencia de empresa pública.

D.D.: En los finales setenta y en los ochenta, ¿hubo una política premeditada de desindustrialización o fue una reconversión que salió mal?

D.M.R.: Analizándolo en esos términos, podemos decir que hay dos elementos que confluyen. Lo mismo por zonas que por sectores, hay verdaderos proyectos de desindustrialización, hay una política intencionada; en otros casos se trata de un intento de reconversión que sale mal. Por ejemplo, en el caso del sector de construcción naval de Asturias hay una política consciente de desmantelamiento, mientras que, en ese mismo sector, no había esa determinación en la bahía de Cádiz. Y es que en Asturias, en Gijón, el ayuntamiento estaba muy interesado en abrir la costa occidental a usos terciarios y habitacionales: regenerar playas, construir… plusvalías. Contra el sector naval había demasiados intereses, además de que, ciertamente, tenía grandes lastres propios. Hablo de cuando se inició el proceso. Después, a resultas de las movilizaciones, los conflictos, los enfrentamientos durísimos, las cosas fueron cambiando y el gobierno fue improvisando, demostrando a un tiempo que tenía mucho mejor estructurada la política de interior que la de industria. La diferencia, a mi juicio, estaba en la diferencia de peso de la empresa pública, con muchos más trabajadores, y también, dentro de lo público, de la presencia de Bazán, con todas sus vinculaciones a la construcción de buques de guerra. Por ejemplo, en Asturias sólo había una empresa pública, Constructora Gijonesa, sin especialización militar, y varias empresas privadas mal dimensionadas todas, aunque alguna podía haber tenido remedio. En cuanto al sector del metal, sí hay un intento de recomposición y reestructuración que, a la postre, fracasa. Y el fracaso viene, como era de esperar, de que, al ahogar intencionadamente al principal cliente de la metalurgia y, en general, del sector metalmecánico, éstos se vieron arrastrados en muy poco tiempo. Y, en un poco más de tiempo, la caída de la industria arrastró a la construcción y a los servicios, provocando la mayor catástrofe económica de la historia de Asturias, no ya desde los treinta, sino desde la crisis de finales del XIX.

D.D.: La famosa frase de que “la mejor política industrial es la que no existe”, ¿es cierta o es apócrifa?

D.M.R.: La frase es cierta. Lo que no recuerdo es quién fue el iluminado que la pronunció, aunque, evidentemente, sería un ministro de Felipe González. De todas formas, en aquel momento, si el debate hubiera sido otro, habríamos oído que “la mejor política energética es la que no existe”, o que “la mejor política agrícola es la que no existe”, o que “la mejor política de transportes es la que no existe”. Estamos en el momento más engreído del capitalismo, que era tan triunfante que incluso había puesto punto final a la historia, como decía Fukuyama, aunque con más inteligencia y matices que sus seguidores más acérrimos, esos que, como es lo propio, seguramente ni habían leído su libro.

D.D.: Pero también hay una idea de que modernizar la economía es apostar por la desindustrialización y avanzar hacia otro modelo de sociedad.

D.M.R.: Esa cuestión yo la vívi muy de cerca. En primer lugar, algo había de personal: a mi familia la crisis industrial de Gijón la cogió de frente, llevándola a situaciones de las que bien creíamos que no íbamos a salir. Pero es que, además, en ese tiempo es cuando yo acabo la carrera y comienzo, al curso siguiente, a dar clase. Aunque estoy entonces en la Complutense, en un Madrid muy diferente a Asturias por muchísimos motivos, la reconversión es uno de los grandes ejes de debate en las aulas, como había sido la estanflación cuando yo era estudiante. Mi bautizo de fuego sobre economía española, aunque yo era profesor y siempre lo fui de estructura económica mundial, fue esta problemática. El caso es que hay una corriente, que ya venía de una década atrás, que mira para el futuro como si tuviera en la mano una bola de cristal, cuando, en realidad, lo que tiene es un retrovisor. Estos teóricos van viendo lo que quedó atrás y creen que esa es la tendencia inquebrantable de lo que va a venir. Creen, el gobierno y muchos académicos, que la industria es el pasado y que el futuro es una sociedad postindustrial, terciaria, una sociedad de la información. Es entonces cuando cala en España lo de la sociedad de la información, que yo ya conocía de mis años de estudiante, precisamente a través de Castells, el actual ministro, que fue un pionero en estas cosas. Es decir, aquello no era una ocurrencia de Solchaga, sino que había toda una corriente de pensamiento progresista en ese sentido. A mí nunca me convenció ese planteamiento. Para mí era evidente que la estructura económica se terciarizaba, pero siempre pensé que era necesaria una firme base industrial. Han pasado cuarenta años y lo sigo pensando. Yo me preguntaba y contaba en clase que si los países que iniciaban el gran salto en aquel momento, los que luego llamaron emergentes y que eran China e India y, tímidamente, Brasil, lo estaban haciendo sobre modelos industriales, ¿cómo se podía hablar de desindustrialización? Si de cuatro mil millones de habitantes que éramos, la mitad basa en la industria su desarrollo, ¿cómo podemos hablar de sociedad postindustrial? Esa era una visión tremendamente estrecha de las ciencias sociales y, además, muy eurocéntrica. Posiblemente hubiera esa tendencia desindustrializadora en algunas regiones de Europa occidental, no tanto en Estados Unidos, más celosos siempre de su estructura industrial. Hablar de desindustrialización y de postindustrialismo cuando medio mundo basaba en la industria su crecimiento, no sólo era un desenfoque teórico, sino incluso una perversión de las palabras, de la terminología.

D.D.: En ese momento, finales de los setenta, a la situación de una industria obsoleta, se une la debilidad del gobierno de la UCD y la fortaleza de los sindicatos.

D.M.R.: Una empresa, especialmente la gran empresa, que es la que tiene una importante capacidad de decisión, frente a la pequeña que navega bien en la ola de la grande o se hunde a la mínima zozobra de la grande, puede responder de varias maneras ante una situación crítica. Hay cuatro vías fundamentales: reducir costes, incrementar precios, buscar y abrir nuevos mercados e invertir en innovación tecnológica. La empresa industrial española tuvo lo que se conoce como una adaptación pasiva y sólamente recurrió a la reducción de costes y al incremento de precios. La crisis que se inició en 1973 fue la más grave desde 1929, es cierto, pero debemos buscar una explicación al porqué en España fue más grave que en ningún otro país capitalista desarrollado. La diferencia estaba en que el modelo industrial venía de un régimen como el franquista, que utilizaba el sector público para viabilizar las ineficacias privadas, bien a través de nacionalizaciones, bien a través de apropiación directa de renta por parte de la oligarquía. De este modo, no había en la gran empresa capacidad para una adaptación activa como la que se vio en Alemania sobre todo pero también en Francia o en el Reino Unido, incluso en Italia. Esa adaptación activa se basaba en invertir en tecnología, abrir mercados nuevos o lanzar productos nuevos, renovar los procesos productivos… La reacción de la empresa española no fue esa, sino una adaptación pasiva: no modificar nada de su estructura y quedarse, como era habitual en el franquismo, a esperar el rescate del estado. Tenía la gran empresa dos vías para mantener beneficios sin hacer nada: echar trabajadores a la calle o trasladar los costes a los precios. Los últimos gobiernos de Franco y los primeros de Juan Carlos no podían permitirse el lujo de abrir más frentes, en un ambiente de profunda alteración social y desestabilización política, por lo que no podían permitir que las cifras de paro subieran como la espuma. Entonces la empresa recurrió a la subida de precios. El gobierno reaccionó dándole a la máquina de hacer dinero y a cargar el coste de la crisis sobre las cuentas exteriores, el único componente del PIB que gozaba de buena salud. El resultado fue una inflación galopante que llegó al 25 por ciento.

D.D.: Suben los costes empresariales porque también entre 1975 y 1977 hay una explosión en las reivindicaciones obreras que fuerza una subida de los salarios.

D.M.R.: Es conveniente situar los procesos en su contexto histórico. Un error básico del franquismo de los años sesenta, los años del desarrollismo, fue el de pensar que se puede acometer una industrialización sin contar con la clase obrera. Los tecnócratas del Opus Dei lanzaron su programa económico bajo la hipótesis de que el modelo social iba a ser estable siempre o, al menos, durante un largo tiempo. Esa hipótesis es falsa y siempre lo fue en todos los momentos históricos. Marx decía, y tenía razón, que cuando la estructura económica cambia, la estructura política acaba saltando en pedazos. No estamos en la Inglaterra del XVIII, en los albores de la formación de la clase obrera, no. Estamos en el último tercio del XX, con una clase obrera existente y amplia, aunque reprimida y desorganizada. En ese momento al gobierno le bastaba con controlar la cuenca minera asturiana, la periferia de Barcelona, la periferia de Bilbao y poco más. Pero resulta que es la gran industria la que agrupa a la clase obrera y la que sienta las condiciones para que se organice: fábricas grandes, barrios obreros, transporte público… Era cuestión de tiempo que el movimiento obrero se organizase. Donde había una tradición larga y había seguido viva tras la guerra civil, como es el caso de Asturias, se organiza antes. No es casualidad que Comisiones Obreras naciera en La Camocha. Lo mismo pasó en Vizcaya y en Barcelona. Pero, en pocos años apareció un fuerte movimiento en las fábricas y barrios periféricos de Madrid y así sucesivamente. Y esa clase obrera, ante la brutal y contínua subida de precios, y ante la debilidad del régimen tras la muerte de Franco, fuerza al alza de los salarios, consiguiendo subidas de casi el triple que la media de la OCDE. Como la empresa, en su adaptación pasiva, sólo sabe responder trasladando los costes a los precios, la espiral inflacionista continúa su marcha. Cuando, tras los Pactos de la Moncloa, se lleva a cabo una especie de plan de estabilización y se empieza a detener el crecimiento de los precios, la empresa, de nuevo en adaptación pasiva, reacciona con despidos masivos. Entramos en la segunda fase de la crisis: de una crisis de inflación pasamos a una crisis de desempleo. En todo este proceso nunca la gran empresa intentó vías de adaptación activa, como es buscar nuevos mercados, innovar en procesos y productos, invertir en tecnología, buscar inversión de dentro o de fuera… Cuando llega la reconversión, por cierto, un término religioso que no significa nada en economía, se repite un mismo problema: es imposible llevar adelante una política industrial, en este caso una política de desindustrialización, sin contar con la clase obrera. Como la UCD no tiene un sindicato de referencia, aunque lo intentó con la USO pero la jugada no salió bien, hay que esperar a un PSOE con su sindicato de referencia. La UGT, por miedo a hundir a un gobierno que considera suyo, se convierte en un actor maleable durante la reconversión, pero no deja de ser la organización obrera más grande, aunque no en los sectores a desmantelar, lo que provocará enormes tensiones intersindicales. De esta forma, el PSOE realizó la política que la UCD nunca hubiera podido hacer. En unos casos los trabajadores apoyaron las medidas del gobierno que consideraban suyo y en otros la unidad obrera quebró.

D.D.: ¿Se podían haber hecho las cosas de otra forma?

D.M.R.:  Viendo las cosas con perspectiva histórica, era muy difícil salir del atolladero, salvo optar por volver al franquismo o iniciar una marcha hacia el socialismo, dos modelos destruidos. A nadie se le ocurriría un modelo autárquico ni azul ni rojo. Eso sí: se podía haber repartido el coste del ajuste de forma más equitativa y no cargar todo el peso sobre los trabajadores, los campesinos, los pequeños empresarios… Pero, ¡en fin!, eso ni era nuevo ni fue la última vez que iba a suceder, ¿verdad? Hay una cosa llamativa de la historia de esos años. La etapa de la transición, período que la mayoría considera que va de la muerte de Franco al triunfo electoral del PSOE, aunque yo considero que continúa hasta el ingreso en la Unión Europea, parece muy estudiada. Esa apreciación no responde del todo a la realidad. Hemos estudiado mucho la transición política desde un régimen autoritario a otro democrático e incluso desde hace unos años se está procediendo a una revisión, bajo una óptica menos idílica y menos mitificadora, del proceso. También hemos estudiado bastante de la transición económica, un proceso de liberalización e internacionalización. Quedan aspectos más oscuros, como la evolución de la iglesia o la del ejército en la transición. Pero resulta llamativo que haya muy pocos estudios sobre la evolución de la empresa desde un punto de vista interno, estudios sobre la evolución de los empresarios. La historia, no de la empresa, sino de las empresas, es muy interesante. Yo leí hace unos años la historia de Duro Felguera, realizada por Germán Ojeda, y me pareció algo apasionante. Por ejemplo, estudiar la evolución de los Felgueroso, los Figaredo, los Masaveu, los Duro, los Adaro… desde los capitanes de industria hasta los señoritingos vendedores, sería importantísimo para entender las cosas. En la evolución de esas grandes familias empresariales encontraríamos claves valiosísimas, especialmente si tenemos en cuenta cómo eran las relaciones sociales bajo el franquismo. No es el tipo de trabajo que a mí me gusta realizar pero me encantaría contar con esos estudios, aunque fueran hagiográficos como lo es alguno que conozco, porque ya sabré leer yo entre líneas. A mí me parece que la empresa, la gran empresa, no llegó a hacer su propia transición. De hecho, las declaraciones de estos días de algunos dirigentes de la CEOE se parecen mucho a las que oíamos en los setenta y ochenta, es decir, hace cuarenta años. Tenemos un empresariado, con honrosas excepciones, que hay muchos empresarios de otra pasta, tremendamente anquilosado, con grandes miedos al cambio, que se asusta ante un gobierno que no controla del todo o compuesto por ministros de una generación desconocida para ellos, precisamente la nacida en la transición. Siempre se dice que la sociedad española tiene aún mucho del franquismo y es verdad, y es particularmente cierto en el caso del empresariado. Para que una empresa sea eficaz ha de saber enfrentarse a cuatro variables: el coste de la mano de obra, el coste de las materias primas, el coste del capital y la competencia exterior. Durante el franquismo los salarios estaban regulados, el capital era de coste cero y, a veces, negativo porque el tipo de interés estaba por debajo del índice de inflación, y el mercado estaba cautivo. Además, desde el final de la guerra mundial, todo el desarrollo capitalista mundial se había basado en un descenso continuado del precio de la energía y de las materias primas. De repente, el petróleo rompe el equilibrio en todo el mundo y en España hay sindicatos libres, el capital empieza a tener precio y creciente por la tremenda inflación, y se abren las aduanas. Aquello era el acabose. Entonces aparece la cruda realidad: no hay empresarios, sino una caterva de incompetentes amparados en el estado. Y no saben reaccionar. Volvemos a la adaptación pasiva. Hablemos de los salarios. El coste de la mano de obra no es la variable a tener en cuenta, sino el coste laboral por unidad producida. Si donde antes se pagaba 1 y ahora se paga 2, pasamos de vender 2 a vender 6, manteniendo los precios, pasamos de ganar 1 a ganar 4. Eso sería la adaptación activa, la de la innovación o apertura de nuevos mercados. La subida del coste de la mano de obra no fue excesiva para la empresa, sino excesiva para la ineficacia de aquella empresa. Y con ese lastre seguimos en la actualidad, al menos en los sectores más tradicionales. Evidentemente, por suerte, existe mucho mundo por otros lados, pero hablamos de los sectores con mayor incidencia directa, por ejemplo, en el empleo.

D.D.: ¿Qué se salvó de aquella época, qué quedó en pie, qué consiguió hacerse competitivo?

D.M.R.:  La variable que explica la salvación y la adaptación de la industria no es la sectorial ni la tecnológica, sino la territorial. La crisis se superó antes y mejor donde había un potente tejido industrial de empresas medias y pequeñas y, a la vez, donde también había una sociedad bien articulada. El ejemplo más evidente es el País Vasco. Los economistas del sálvese quien pueda no saben lo que dicen. Una estructura social bien engrasada, con mecanismos de solidaridad y con fuerza identitaria, como es la vasca, es muy potente en la protesta, en la huelga, en el enfrentamiento, sí. Eso es lo que ven esos economistas. Pero una sociedad como esa también es un enorme amortiguador de las crisis económicas, a la vez que una garantía en los acuerdos cuando estos se hacen necesarios. A la vez, una sociedad bien articulada y de fuerte conciencia de identidad es una garantía de mantenimiento de la demanda interna. El sector de bienes de equipo, por ejemplo, del País Vasco, es de los mejores de Europa, pero el de Asturias no tiene nada que envidiarle. La diferencia no está en la tecnología ni en la cualificación de la mano de obra, en absoluto, sino en que Asturias es un entorno hostil a la innovación, al bien hacer de los empresarios y al empleo de la mano de obra cualificada. También Asturias sufre más la herencia franquista, muy vinculada a la presencia de la empresa pública, que provocó una asfixia económica en los setenta, pero que se convirtió en una asfixia política desde los noventa. Ese también resultó ser un elemento diferencial con respecto a otras zonas industriales como Vizcaya, Barcelona o el entorno de la ría de Vigo.

D.D.: Ya estamos en el estado de las autonomías. Los gobiernos asturianos, ¿no hicieron nada?

D.M.R.: Nada salvo una cosa: obedecer consignas. Un ejemplo que aún hoy sigue explicando las cosas: los diputados socialistas por Asturias, gobernando su partido en Oviedo y en Madrid, votaron tres veces contra la variante de Pajares. Pedro de Silva, que tuvo en sus manos la posibilidad de construir una Asturias diferente a esta provinciana y cosmopaleta que hoy padecemos, llegó a decir y a escribir a finales de los noventa que ellos nunca habían pensado que la autonomía tuviera relación alguna con el desarrollo económico. Además de que Asturias tenía demasiada historia e identidad para un PSOE nacido de la nada, demostraba que no tenían ni idea de por dónde iban las líneas de la economía del desarrollo. Esos son los años del auge de todas las teorías de desarrollo endógeno y de desarrollo local, que tanto influyeron en la modernización, incluyendo la industrial, de Europa, particularmente de países tan similares como Italia o Irlanda. En Asturias no hizo nada el gobierno, pero tampoco la universidad. Mientras el gobierno vasco se nutría de estudios e informes de su universidad pública, e incluso de la de los jesuitas, en Asturias no había nada. Cuando llegó la reconversión y la integración en la Unión Europea, en Asturias no había nada hecho. El primer libro sobre el tema es de 1968, sí, ¡1968!, un libro pequeño editado por Zyx, una editorial madrileña de origen católico un tanto anarcoide, titulado Asturias frente a su reconversión industrial. Era obra de un colectivo de profesores de economía, algunos fueron profesores míos en la Complutense, que firmaba con el seudónimo de Arturo López Muñoz. Recuerdo con particular afecto a Juan Muñoz, un profesor excelente que fue presidente del Congreso de los Diputados, y a Santiago Roldán, con el que coincidí en el departamento de la Autónoma años después. Repito: hablamos de ¡1968! En 1973 publica Julio Fonseca su Análisis estructural de la economía asturiana. Luego llegó el silencio, la nada. Ni siquiera la editorial Ayalga, con aquella extraordinaria Colección Popular Asturiana, fue capaz a publicar, entre sus ciento y pico títulos, un libro sobre la economía asturiana. Nadie quería hacerlo, nadie quería indisponerse con el naciente régimen somático. La facultad de economía de Oviedo, cuna de la intelligentsia socialista, nunca hizo nada, aunque dio consejeros, presidentes de la caja o directores de empresas públicas y de consorcios a cascoporro.

D.D.: Si el primer estudio era de 1968 y el segundo de 1973, podría la cosa haber avanzado mucho. Son casi veinte años anteriores a los procesos de reconversión y desindustrialización.

D.M.R.: Evidentemente. Le voy a poner un ejemplo actual. Yo escuchaba el otro día una comparecencia del vicepresidente Iglesias sobre la renta mínima. Algunas preguntas incidían en que el gobierno estaba improvisando. Pablo Iglesias, con toda la razón por su parte, decía que hay toda una producción académica que avala la aplicación de esa renta mínima. ¡Claro! La renta mínima no es una ocurrencia de Podemos. Hay un gran debate y una enorme producción de modelos económicos desde hace más de veinte años. Incluso algo parecido se viene aplicando en el País Vasco o en el estado de New Jersey, que no me parece a mí que estén gobernados por bolcheviques y bolivarianos. Luego, la política concreta se puede aplicar de una forma u otra, e incluso ser un desastre, eso es verdad, pero hay toda una reflexión teórica y toda una proyección econométrica previa. Pues lo mismo pasó en los ochenta y noventa: unos gobiernos tuvieron la asistencia de sus universidades, con estudios y proyecciones realizadas desde años antes, y otros no tenían nada. De hecho, aún hoy, la Universidad de Oviedo presenta el índice más bajo de impacto sobre su territorio circundante. Vamos, que podría estar en Madagascar o en Arizona.      

D.D.: Hay lugares que se industrializan en los últimos años del franquismo y que siguen hasta hoy. Pienso en Valladolid, en Burgos, en Zaragoza.

D.M.R.: Siempre se ponen esos ejemplos y resulta que esos ejemplos representan el fracaso de la industrialización española y no precisamente un éxito. Le faltó hablar de Valencia, aunque Valencia es diferente, siempre tuvo tejido industrial y actividad comercial con el resto de España y hacia el exterior. Está usted hablando de los tres polos de desarrollo de los años sesenta, unos polos que se instalan sin ningún sentido económico y por meros criterios políticos, además de para cebar a las oligarquías locales que estaban fuera del pastel industrial. En los setenta, también por decisión política y sin ningún criterio económico, instalan ahí la industria automovilística, que va a ser la industria más importante durante las cuatro siguientes décadas. Cuando deciden situar la industria automovilística en esos lugares, toda la teoría de la localización señala la necesidad de que se hiciera cerca de las grandes siderurgias integrales y cerca de puertos marítimos. Eso quiere decir que la localización idónea era Asturias y Vizcaya. Pero no se hace así. Y llegamos a la barbaridad de que los inputs de la industria automovilística llegan del sector siderometalúrgico de Bilbao, Gijón y Avilés y, por otra parte, cuando se exportan los vehículos, salen por los puertos de Bilbao, Gijón y Avilés. ¡Mire usted qué modelo más racional para una industria!

D.D.: Pero esa política llevaba a una reducción de los desequilibrios territoriales.

D.M.R.: No se reducen en absoluto. Es más: aumentan los desequilibrios. Recuerdo un libro de Mario Gaviria, un sociólogo al que traté en aquellos años, siendo yo estudiante, que se titulaba Zaragoza contra Aragón. El polo de desarrollo de Zaragoza supuso el vaciamiento completo de Aragón. Hoy Aragón tiene un millón trescientos mil habitantes, de los que seiscientos ochenta mil están en Zaragoza. Hoy Aragón no es un país, ni siquiera una región, sino una enorme ciudad mal planificada en medio de un desierto demográfico. ¿Eso es reequilibrar el territorio? Lo mismo ha sucedido con Valladolid, que está vaciando toda Castilla y todo León, aunque no de forma tan exagerada. Burgos es otra cuestión, precisamente por estar muy cerca del País Vasco. De hecho, en cualquier análisis de ejes territoriales que analicemos, Burgos aparece en el eje de Bilbao. Los polos de desarrollo de Zaragoza y de Valladolid consolidaron en el interior lo que ya venía pasando con el litoral, sobre todo en el Mediterráneo, con su enorme potencialidad de atracción demográfica. El famoso problema de la España vaciada no tiene solución, porque fue un vaciamiento planificado por el desarrollismo franquista y continuado, con la misma doctrina, por la política económica del PSOE.

D.D.: Entramos en lo que hoy es la Unión Europea. ¿En qué medida esa entrada incide en este proceso de desindustrialización o de cambios en la industria?

D.M.R.: Aquí nos encontramos ante una situación muy parecida a la que veíamos cuando la crisis de los setenta: los impactos del ingreso en la Unión Europea son diferentes según qué zonas, en este caso ya según qué comunidades autónomas. Cuando España entra en lo que hoy es la Unión Europea, el modelo autonómico ya está cerrado y hay diecisiete comunidades con sus diecisiete gobiernos correspondientes. Las competencias no son las mismas en todas ellas. Algunas comunidades tienen competencias de industria y otras no. Se está produciendo una descentralización en favor de las comunidades y ahora se inicia una entrega de soberanía a la Unión, de forma que la administración central pierde poder hacia arriba y hacia abajo. En este contexto, las comunidades que tienen competencias en política industrial tienen mayor capacidad de reacción y de negociación. De esta forma, la reconversión gris, la del metal y el naval, afectó de una forma particularmente negativa a Asturias, con un peso muy grande de esos sectores y sin poder de decisión; y, en menor medida, a Andalucía y a Galicia en lo que respecta a la construcción naval. Por su parte, el País Vasco salió mucho mejor parado: tenía competencias y un gobierno nacionalista, además de aquella sociedad civil bien articulada. La Unión Europea marca directrices, pero son los gobiernos los que las aplican. Bruselas plantea una política de cupos, o de reducción de producción, pero no te dice dónde hacerla. A la Unión Europea le da igual medio kilo de Gijón, cuarto de Vigo y cuarto de Sagunto, que un kilo entero de Bilbao. Y el gobierno español decidió beneficiando a aquellas comunidades con más votantes, más díscolas o gobernadas por partidos a los que necesitaba por aritmética parlamentaria. Y a eso hay que sumar la asimetría competencial. Poniendo un ejemplo reciente: Bruselas exige rebajar el déficit pero no dice dónde lo debes hacer. Un gobierno decidirá subir impuestos y otro bajar gastos y, si decide bajar gastos, puede recortar en educación, en sanidad, en defensa o en infraestructuras.

D.D.: Pero también hay intereses nacionales por parte de países más potentes, que tratan de eliminar competencia y que tratan de relocalizar la producción.

D.M.R: Eso es cierto pero muy relativo. Es un discurso trillado y con poca consistencia. En la competencia internacional, hablo de aquellos años, quien puede tener problemas es la empresa media y pequeña. Una empresa media de componentes electrónicos del Vallés puede sufrir lo indecible frente a otra holandesa, tal vez también media pero mejor dimensionada. Pero la empresa grande funciona de otra manera. Seat, que era una empresa pública, no funciona de la misma manera que las pequeñas cuando se enfrenta a Peugeot o a Fiat. Hay un ejemplo que conozco de primera mano. Siendo ya profesor en la Complutense, trabajé, precisamente como director de comercio exterior, en una empresa privada que fabricaba material remolcado ferroviario, coches, vagones, furgones… Estuve tres años, los años que mi sueldo en la universidad no me daba ni para el bonobús. Luego me fui a la Autónoma en exclusiva y dejé la empresa. En una década se pasó de diez o doce constructoras a tres, pero se incrementó la producción. Cuando yo estaba en el sector había empresas en Cataluña, País Vasco, Madrid (donde había una que era pública), Andalucía y Valencia. Diez años después sólo quedaban empresas en Cataluña y en el País Vasco. Pero producen mucho más que todas juntas anteriormente y lo hacen gracias a la modernización del ferrocarril, que está íntimamente ligada a los fondos estructurales de la Unión Europea. La mayor parte de la tecnología de tracción es francesa y alemana, que se benefician del crecimiento ferroviario español. A un tiempo, la industria española se beneficia de los fondos europeos que el gobierno emplea para el ferrocarril, fundamentalmente el AVE y las cercanías de Madrid y de Barcelona. La CAF, por ejemplo, afincada en Beasaín, en el País Vasco, multiplicó por más de dos su producción y el empleo por tres.

D.D.: En el sector del automóvil Alemania se hace con Seat, con su compra por Volkswagen, a la vez que hace lo mismo con otras industrias automovilísticas del este, nada más que se incorporan a la Unión Europea.

D.M.R.: Pero eso no es una política de la Unión Europea, sino una tendencia generalizada de privatización. Hemos cargado a la Unión Europea, a las instituciones europeas, con todos los males. Lo hace hoy la ultraderecha pero ese discurso lo inició la izquierda, contra toda lógica y sin analizar nada, aplicando clichés de hace sesenta años. Una de las empresas que más se beneficiaron de la liberalización y de la privatización del sector energético español, concretamente de los carburantes, fue Galp. ¿A alguien se le ocurre decir que Portugal ha comprado parte de la vieja Campsa y que está desindustrializando España? No veo yo ese discurso. Pues podría hacerse, según usted. Quien decide esa política no es la Unión Europea, ni Alemania, ni Francia, sino los gobiernos españoles. Nada impide en la Unión Europea que haya empresas públicas. Es más, Francia, Bélgica, Suecia y la misma Alemania, tienen empresas públicas. Fue España quien decidió vender sus empresas públicas, sin que nadie se lo exigiera. Fíjese que, incluso tenemos pervertido el lenguaje. Es común decir que “Alemania se hizo con Seat”, cuando quien compró Seat fue una empresa privada llamada Volkswagen. Es decir: si hubo dos actores en la compraventa, uno público y otro privado, éstos no fueron Alemania como comprador y Seat como vendedor, sino Volkswagen como comprador y España como vendedor. Es una empresa quien compra el capital a un estado privatizador.

D.D.: Ya que hemos llegado a este punto, me gustaría detenerme concretamente en la empresa pública.

D.M.R.: De acuerdo, a su disposición.

D.D.: España en los años setenta tenía muchas empresas públicas y hoy está a la cola de Europa.

D.M.R.: Así es y eso nos remite a lo anterior: ¿hemos perdido empresas públicas por culpa de la Unión Europea? ¡Si ahora dice usted mismo que somos quienes menos tenemos de todos los miembros de esa Unión Europea…! Y tiene toda la razón, pero le voy a dar más datos y alguna que otra anécdota. Cuando yo fui a estudiar economía a Madrid pensaba, como casi todo el mundo, que la empresa pública tenía un peso extraordinario. Seguramente influía el hecho de ser asturiano y de ver el enorme espacio que ocupaba esa empresa pública, muy visible en los casos de Ensidesa y Hunosa: miles de trabajadores, barrios enteros levantados por la empresa o vinculados a ella, economatos, ciudades de vacaciones…, todo aquello que veíamos entonces. Es que formaba parte de la vida, incluso para los que nada teníamos que ver con aquello. Yo pasé mi infancia en Quintueles, en el concejo de Villaviciosa. Recuerdo estar en La Ñora, una playa entonces con poca afluencia y, de repente, llegaba una docena de autobuses con letreros: Hunosa 1, Hunosa 2, Hunosa 3… Eran familias de las cuencas que iban a la playa con programas de la empresa. Con esto quiero señalar que la presencia de la empresa pública era tremenda. Y, al llegar a la universidad, me encuentro con un catedrático de economía de la empresa, Andrés Santiago Suárez Suárez, un profesor excelente que fue luego un alto cargo en el Tribunal de Cuentas, no sé si presidente, que nos dijo en clase que la empresa pública en España era tan reducida como ineficaz. Es decir, que tampoco en los años setenta el peso de la empresa pública era tan grande como creemos. Y ahora vamos a volver a las privatizaciones de los ochenta y noventa. Ensidesa tenía pérdidas y, ante tal desastre, lo mejor era deshacerse de ella. La compró Arcelor que, en poco tiempo, equilibró las cuentas y acabó dando beneficios en, creo recordar, cinco años. Eso se presentó como la prueba de la virtud de la gestión privada frente a la pública. Pero, ¿quién era el propietario mayoritario de Arcelor?: pues el Gran Ducado de Luxemburgo. Es decir, Arcelor era una empresa pública, pero luxemburguesa. El problema de Ensidesa no era ser pública, sino ser española, creada desde un principio para viabilizar ineficacias y asumir pérdidas, además de latrocinios varios, del sector privado. En Asturias todos sabían para quién funcionaba la empresa pública, pero como pagaba bien, era empleo seguro y ¿qué otra cosa se iba a hacer en el franquismo…? En Luxemburgo las cosas se organizaban de otra manera y al frente de sus empresas públicas ponían a los mejores gestores, y no a gente con intereses en las empresas privadas del mismo sector ni a adictos al régimen. Cuando llego Mittal todo cambió de nuevo, pero yo hablo del primer movimiento de capital. El caso es que nada encontramos, ni en la teoría económica, ni en la política económica, ni en la economía de la empresa, que nos diga que lo público es ineficaz por naturaleza. El asunto no está en la titularidad del capital, sino en el tipo de gestión.

D.D.: ¿Se podría abrir el debate sobre la empresa pública en este momento?

D.M.R.: Sí, ¿por qué no? Creo que dar marcha atrás en sectores industriales nos traería más problemas que beneficios, pero con la que está cayendo y con la que nos viene encima sí que deberíamos dar una pensada, que dicen los mexicanos. Debería replantearse, por ejemplo, una banca pública. Nos vamos a enfrentar a medio plazo y, seguramente lo va tener que hacer este gobierno de coalición de izquierdas…

D.D.: Un inciso, por favor.

D.M.R.: ¿Sí?

D.D.: Es una pregunta que me interesa personalmente, ya que habla usted de este gobierno. ¿Nacho Álvarez fue alumno suyo?

D.M.R.: No, no lo fue. Nacho Álvarez, con esa calva y ese gesto tan serio, es muy joven y no tan estreñido. Él entró en mi departamento hace tres años y yo no tuve demasiada relación con él. Pero fue la primera persona, después de mis compañeros más cercanos, a la que comenté que iba a solicitar la jubilación voluntaria. Yo pretendía que mi asignatura, la que llevaba impartiendo desde 1980, primero con Sampedro, luego con Berzosa y treinta años con Tamames, la estructura económica mundial, no cayera en manos de quienes no ven la economía como un sistema de articulación de instancias, sino como un simple mercado. Como lo nombraron secretario de estado de no sé qué… Para entender a veces a esta gente habrá que comprar un diccionario podemos-español español-podemos. El caso es que mi asignatura se la quedó Ricardo Molero, colaborador de Nacho Álvarez, que llegó un poco más tarde y con el que compartí dos grupos durante un año. Y creo, porque sigo teniendo buena relación con las asociaciones de alumnos, que los estudiantes están muy contentos con él y que, con sus evidentes y necesarios cambios, sigue la línea trazada, como dice la tonada. Por cierto, los profesores de estructura económica ya no existen oficialmente. Ahora son profesores de economía aplicada. Pues bien, cuando ví el curriculum oficial de Nacho Álvarez como secretario de estado, observé con satisfacción que se titula como de estructura económica. Es una gran satisfacción para mí y para los viejos que quedan, incluido el falangista Velarde, que es el más viejo de todos.

D.D.: Quería preguntarle por Álvaro Cuervo, uno de los economistas de cabecera en Asturias. ¿Es un poco como el gurú de los neoliberales?

D.M.R.: Yo no sigo mucho a Álvaro Cuervo, no porque esté en desacuerdo con lo que dice, sino porque lo que dice no me parece interesante. Fue quien hizo el estudio, financiado por el gobierno de Asturias, sobre el impacto de la integración en la Unión Europea. Yo leí el resumen que él mismo supervisó y me pareció un trabajo de servidumbre. Hace ya años y tal vez hoy no sería tan crítico, pero me temo que poco cambiaría mi opinión. Cuervo puede que sea un liberal, y seguramente a él le gustaría esa definición, pero que sabe, como Velarde, que los liberales de verdad nunca le darían asiento en su club londinense. En el fondo, a veces en la forma, vienen del doctrinarismo franquista. Por eso son tan contradictorios, son asesores del PP muchos de ellos y, cuando escarbas, asoma la pasión intervencionista. Montoro es tal vez el más joven de esta línea: el otro día defendía el ingreso mínimo vital.  La Falange y la doctrina social de la iglesia pesan mucho. Jóvenes economistas como Rallo o Jano tienen predicamento en las tertulias televisivas y en las redes, pero poco en la derecha tradicional. Pero, volviendo a Cuervo, sí que se trata del principal representante de la política económica más conservadora de Asturias, aunque, la verdad, bastante menos letal para el país que la política llevada a cabo por Tini Areces y Javier Fernández.

D.D.: ¿Usted cree que debe haber una intervención directa del estado en la economía?

D.M.R: Mire, para situarnos, yo no soy totalitario ni estatista, ni en versión comunista ni en versión fascista. Sus preguntas son a veces demasiado cerradas, y a mí, que llevo muchos años trabajando en estas cosas, dejo el y el no para cuando te piden matrimonio. Sí soy partidario de una banca pública, aunque fuera una banca que no cubriera todo el espectro financiero, pero sí lo básico. Y no creo que sea positivo sólamente por cuestiones de justicia social, sino también por eficiencia, no por eficacia, que es cosa diferente, del propio sistema financiero. Ahora nos enfrentamos a un problema: hay 200.000 millones de euros comprometidos para avalar préstamos de pequeños empresarios. Si dentro de un tiempo una cuarta parte no puede hacer frente a la deuda, ¿qué va a hacer el gobierno? Pues, siempre que pueda, negociar: usted paga el capital y el estado los intereses, vamos a medias, le abro una línea de crédito… Eso es una actividad bancaria encubierta. Son acciones de banca pública encubierta. Pues saquémoslo a la luz. En vez de tener una banca pública encubierta, abramos el debate sobre la creación de una banca pública.

D.D.: Esa banca pública, ¿debería hacerse desde Bankia, que está dando beneficios, ya nacionalizada, o desde el ICO?

D.M.R.: Pues no lo sé, la verdad. Yo trabajo con tendencias, con series largas, en horizonte histórico, y si me pregunta usted por el nivel de capitalización, las ratios de apalancamiento… esas cosas, pues, la verdad, no sé qué decir. El otro día me preguntaban por los pormenores de las ayudas a los autónomos. Pues, ¿qué voy a decir?... que ni idea. Yo trabajo sobre cómo se comporta la demanda agregada, muy deteriorada a día de hoy, de la oferta, de la evolución del PIB. Si hay que actuar desde el ICO o desde Bankia no lo sé. Tendrá usted que preguntar a gente que sepa del sector financiero más más que yo. Por cierto, yo siempre fui partidario de la nacionalización del sector eléctrico, mucho más vital, en mi opinión, que el bancario. Pero la izquierda, que dejó de leer y de estudiar en el 68 como mucho, se dejó llevar por el mago: la reina banca de corazones en la mano y, ¡pum!, el as de picas de las eléctricas en el sombrero del mago.

D.D.: ¿Debería tener el estado presencia en la industria estratégica?

D.M.R.: Dando por supuesto de que estamos hablando de lo mismo, me parece que sí. Pero creo que debería ser competencia de la Unión Europea. Debe ser la Unión la que controle los sectores estratégicos. No podemos, por ejemplo, tener 27 sistemas de defensa y, por tanto, de industria militar. Sigamos con el ejemplo que traíamos: si la política de transporte, que es, evidentemente, estratégica, se realiza con criterios nacionales, podríamos ver el choque entre empresas ferroviarias de distintos países. En el mejor de los casos la situación quedaría igual, pero podrían pasar otras dos cosas: una integración vertical que nos llevara a un monopolio u oligopolio privado de facto o a la desaparición del modelo de transporte europeo. Hay que hacer de la necesidad virtud y que, ante esta situación tan dramática y ante la dura recesión que viene, la Unión Europea comience a comportarse como una verdadera unión. Y en ese contexto sí hay sitio para la empresa pública en algunos sectores o, al menos, la existencia de programas públicos que permita al estado intervenir con rapidez en casos de necesidad. Hemos visto cómo, en una semana, un gran número de empresas, pequeñas la mayoría, han reaccionado ante esta crisis con rapidez, cambiando su especialización en unos productos a otros relacionados con las necesidades sanitarias. Tenemos tecnología, porque es muy básica, y tenemos mano de obra capaz, pero no tenemos planes públicos.

D.D.: Entonces, ¿es necesaria una planificación?

D.M.R.: Pues a veces sí y a veces no. Es que, después de cuarenta años enseñando economía acabo con los mismos interrogantes con los que empecé. Yo tengo más fe en el individuo que en el estado, pero creo que el estado es imprescindible y debe actuar e intervenir económicamente cuando sea menester. Estoy convencido de la necesidad, no de una planificación en sentido estricto, sino de una política autocentrada. Un ejemplo es la agricultura: es necesario caminar hacia una seguridad alimentaria. Lo estamos viendo en esta crisis. En toda la Unión Europea sólo Francia se aproxima al umbral de seguridad, precisamente porque cuida su sociedad rural y valora a los campesinos. Recordemos que, hace unos años, una huelga de transporte que no era general y de sólo tres días dejó desabastecida a Madrid. Eso sí es un sector estratégico. Y la PAC tiene instrumentos para actuar. Es la Unión Europea la que debe embridar este caballo. Sigamos con este presente nuestro. Todavía no sabemos si mañana habrá mascarillas y guantes en la farmacia más cercana y, mientras tanto, unas jóvenes hacen prendas para seguridad contra el coronavirus en los sótanos del estadio del Betis, unos chavales de Gijón convierten su producción de escapes para motocicletas en otra de respiradores hospitalarios, una pequeña empresa de Valencia se reconvierte para preparar artilugios para la hostelería pensando en el final del confinamiento, miles de mujeres sacan sus máquinas de coser para hacer mascarillas… ¿Fue necesaria la intervención? ¿Son una pandilla de peligrosos neoliberales? Ni lo uno ni lo otro. El gobierno hizo lo que pudo, con bastante ineficacia por otra parte, y los otros son hombres y mujeres con ideas que, tal vez, nunca hubieran puesto en práctica pero, ahora, se vieron obligados por las circunstancias. Algunos ganarán mucho dinero mañana con sus ingenios y otros no ganarán nada por sus acciones solidarias. Cuando hablamos de planificación y de sectores estratégicos pensamos en la defensa, en la seguridad informática, en la energía, en la carrera espacial… Pues la cosa acaba siendo ese respirador que falta, esa mascarilla que no encontramos y esa web que lleva esperanza a los viejos de las residencias. Y nada de esto lo hizo el estado y tampoco las grandes empresas. Pensemos un poco.

D.D.: Aquí lo dejamos, David Rivas, y con ganas de ir a su casa en ese valle alto del España, tomar unos culinos y ver su biblioteca, que tengo entendido que es sensacional.

D.M.R.: La biblioteca está hoy toda destartalada. La estoy ordenando y es un trabajo arduo y lento. Además, esto de la situación de alarma me impidió traer nuevas estanterías. Es una buena biblioteca, sí, y ocupa toda la planta baja de una parte de la casa, la que era una de las cuadras. Pero, en cuanto pase esta corripiada, sabe que aquí será bienvenido, amigo Diego.

D.D.: Muchas gracias, profesor.




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