Juan Antonio Cabezas: el saber horizontal y la patria vertical


 

 

“Les temps primitfs sont lyriques,

les temps antiques sont épiques,

les temps modernes sont dramatiques”

 

Victor Hugo

 

La vida suele ser una sucesión de acontecimientos que solemos llamar casualidades, aunque no son pocos los filósofos y pensadores que, desde los albores de la humanidad, creen, por el contrario, que todo sigue un hilo conductor de carácter causal, es decir, que nada es casual, que todo es causal, o si preferimos la terminología de Jung, acausal. Es esta una teoría, una hipótesis si nos parece mejor, una conjetura para los más escépticos, de enorme atractivo, tanto que incluso grandes científicos de la más pura trayectoria positivista, desde Newton hasta Einstein, fueron alcanzados por su dardo. Viene esto a cuento de explicar, tal vez poniendo la venda antes de sufrir la herida, el porqué de, siendo un tanto ignorante, mi incursión en la vida y la obra de un autor como Juan Antonio Cabezas. En fin, que me veo como aquel niño-hombre de 17 años, libre y feliz, pero con la señaldá de quien dejaba al otro lado del mar Los Picos d’Europa, llegando a La Habana con la idea, según cuenta su hija Julia, de que “yo era un analfabeto total”.

Cabezas es uno de esos autores a los que mi generación llegó tarde. Cuando tuvimos ocasión de leer su obra, sólo una parte por motivos que a nadie se le escapa, su tiempo era lejano o, al menos, eso parecía. Nos separaba de la generación del periodista y escritor una larga posguerra en la que vivimos la infancia pero que, como es lo propio de un niño, no repárabamos mucho, aunque todos teníamos, al menos en Asturies, un abuelo que no conocimos, un tío que estaba en Soria, o en Ocaña, o en Carabanchel, unos primos que vivían en Francia… Si, por esas casualidades de la vida, más bien por la causalidad de tener en la biblioteca familiar algunos libros, sabías de aquellos autores, tampoco los llegabas a entender porque es imposible comprender un texto cuando se le separa de su contexto.

Así fue como leí La montaña rebelde, aunque en mi recuerdo siempre pesaron más las imágenes de la película, que ví de nuevo en televisión, allá por la mitad de los ochenta, y, de nuevo la casualidad en marcha, volví al libro, redescubriendo a Juan Antonio Cabezas. También leí, a mediados de los setenta, finalizando el bachillerato, su Asturias: catorce meses de guerra civil, una de las primeras obras de la temática publicadas en España. Me impresionó mucho, por su pulcritud literaria, por su aguda visión de las cosas y por una gran limpieza en la interpretación de los hechos, en la pluma de un hombre que, en último término, había sido actor de los mismos y desde una militancia a la que nunca renunció y por la que sufrió ostracismo y penalidades. Republicano y de aquellos que se consideraban socialistas a fuer de liberales, su verdadera militancia fue el periodismo y su ideario el de contar la realidad, con fidelidad a la verdad, siempre con honradez, que es cosa distinta a la objetividad. Las personas somos subjetivas porque somos sujetos, como seríamos objetivas si fuéramos objetos, pero hay personas honradas y otras que no lo son.

Quiso de nuevo la casualidad que estuviera yo en Madrid cuando Luis Arias Argüelles-Meres presentó su libro Ortega y Asturias. Como buen asturianista tengo cierta prevención hacia Ortega, porque no me gusta ese topos invariante de tener que definir todo el planeta en función de su comparación con Castilla. “Asturias no es transitiva”, decía, y se quedaba tan satisfecho en medio de su merienda con señoras. Me recordó siempre, con su afición a hacer frases, a Heidegger, que decía cosas como que “el ser es ello mismo”. Al respecto, Mario Bunge dice que quienes lo oyen creen encontrarse ante algo transcendente, cuando la realidad es que es una frase sin significado alguno. Bunge va todavía más allá y diagnostica que se trata de “una majadería típica de un esquizofrénico”. Pero, sin querer quitar su importancia a Ortega ni catalogarlo como Bunge cataloga a Heidegger, siempre tuve una gran simpatía por Luis Arias, una de las pocas plumas libres de una prensa tan pegada al poder y a la casta dominante como es la asturiana. Hablo de casta porque hablar de nuestra oligarquía como de élite sería un despropósito conceptual, lo mismo desde un punto de vista cultural que de otro político. Luis Arias, muy al contrario, es un columnista inteligente y certero, de la estirpe misma en la que encontramos a Juan Antonio Cabezas. Fui a la presentación al Centro Asturiano y quedé muy satisfecho, incluso con una cierta reconciliación con Ortega. Y esa casualidad hizo que dos hombres que no nos conocíamos, aunque sabíamos el uno del otro, iniciáramos una relación estrecha que ha dado en franca amistad.

Poco más tarde, en el otoño del 2012, Arias me pidió que le presentara, también en el Centro Asturiano, su entonces última novela, Pudorosa penumbra. Lo hice con gusto y allí, tomando unas botellas de sidra en el restaurante de la entidad, conocí, también casualmente, a Julia Cabezas, hija del escritor, y a Elvira Bobo, su nieta. Hablamos de todo, la velada se alargó, les expliqué lo que acabo de contar: que yo sabía de su padre y abuelo lo mismo que cualquiera con un poco de gusto por la cultura, unos cuantos libros archiconocidos o tal vez, es posible, cuatro o cinco entradas de la Wikipedia, por más que, por edad y profesionalidad, era capaz a disimularlo. Yo tuve un compañero de la facultad de historia que decía que, con tres libros y un par de días, podría dar una charla sobre patologías de la rótula. Posiblemente tuviera razón, pero no parece muy sano, nunca mejor dicho, y siempre sufrirás con la sonrisa condescendiente de alguien del público. El caso es que mantuve la relación con ellas, con Elvira particularmente. A finales de 2018 publiqué un pequeño suelto en asturiano con motivo del vigésimoquinto aniversario de Cabezas, que había muerto el 10 de diciembre de 1993. Julia y Elvira se pusieron en contacto conmigo para darme las gracias, diciéndome que se habían emocionado.

Y la línea casual llega al día de hoy. El Ateneo Jovellanos programó el ciclo Recuperación de relevantes personajes asturianos olvidados y contó con Arias Argüelles-Meres para su coordinación. Para tratar la figura de Juan Antonio Cabezas, Arias se puso en contacto con la familia para hablar del asunto. Es entonces cuando, para mi sorpresa, grata sorpresa, le dicen que les gustaría que fuera yo quien hiciera la exposición. Una vez más les repetí lo que ya les he comentado un par de veces en pocos minutos: no soy experto en la obra de Cabezas, sé de su trayectoria vital mucho menos que un par de decenas de asturianos y foriatos vivos, ni tan siquiera soy correligionario político suyo, aunque, tras casi un siglo, esto siempre es matizable… Elvira Bobo me dijo que ellas no querían una clase de doctorado sino una visión como la que yo había dado en aquel articulín de hace dos años, más deconstruído desde el corazón que construido desde el cerebro. Yo me pierdo fácilmente por las luces de la ensoñación y por las sombras de los caminos telúricos, pero a la hora de la verdad, caigo hacia una ciencia más bien clásica, algunos dicen, tal vez tratando de ofenderme, que neopositivista. Pero acepté el envite, aunque pensé: “¿cómo vas a salir de esta?”. Elvira Bobo me envió varios documentos, algunos inéditos o publicados parcialmente de su abuelo, y dos textos largos, uno suyo y otro del propio Cabezas. “Utilícelos como mejor le parezca”, me dijo.

Y aquí estoy ante ustedes, en este formato de conferencia al que nos obliga la pandemia de la covid, un formato que no me gusta porque impide la participación del público y fuerza a acortar mucho la exposición porque se trata de un medio poco apto para ello. Si ya las clases magistrales de la universidad han sido reducidas a 45 minutos, ¿cómo vamos a prolongarnos más en estos eventos online?

Antes de iniciar mi aproximación a Cabezas querría dejar una cosa clara. Muchos, al atender a su biografía, inciden en que no vivió precisamente mal durante el franquismo, siendo, entre otras cosas, una figura importante en la prensa de la época. Evidentemente, nadie va ocultar su posición acomodada ni su actividad durante un cuarto de siglo en el ABC, no precisamente un diario como Le Monde o como The New York Times, pero, dado lo que había, navegaba, con su monarquismo más o menos aperturista, según los vientos de la censura. Mi abuelo Manolo, por ejemplo, anarquista y educado en la Escuela Neutra de Quintanilla, compraba los domingos el Ya, un periódico católico de Madrid, porque, tras el concilio Vaticano II, la prensa de la iglesia informaba más y mejor de los problemas sociales. Ese criterio de “es usted muy así pero vive bien”, se traduce por “si es usted crítico, debería ser pobre”, o por “si no le gusta esto, váyase a Rusia”.

Juan Antonio Cabezas Canteli, de linaje paterno de Cabuérniga y materno de Bimenes, viene a ser nacido en el seno de una familia campesina de Peruyes, una aldea perteneciente a la parroquia de Margolles, en el concejo de Cangues d’Onís, el 16 de marzo de 1900. “En aquel mes de marzo de 1900 las chimeneas de cal y ladrillo en la aldea de Margolles, ribereñas del Seya y del Zardón, expulsaban humo gris. Humo que lentamente formaba aquella nube que envolvía paredes de tosca geometría y rodeaba prados verdes con manzanas y castañas. Aquel paisaje rural aldeano, cubierto de humo gris, rodeó mi infancia y los primeros años juveniles”.

Fue en ese ambiente donde tuvo sus primeros enamoramientos: “a los catorce años tuve dos amores, una nunca lo supo, a otra me gustaba acompañarla a la fuente y se lo dije un día que fuimos de merienda y bebimos sidra”. No ganó el amor de la niña pero seguro que siempre recordó el tastu de aquella sidra.

 

Ayer vite na fonte,

tabes cantando;

hoi que pasé per ella,

tabes llorando.

 

Dime por qué tas triste

y descolloría,

dime por qué sospires,

prenda quería.

Un amigo de su infancia canguesa, José Miguel Collado, le recordó años después detalles de la época en una copla escrita en asturiano y en la que voy a permitirme modificar un par de signos de puntuación:

 

¿Recuerdes cuando a Los Campos

dibes col maestru a la escuela

y cómo cantabes la tabla

al son de golpes de suela?

 

¡Güenu! cuandu se teníen zapatos

d’hoxalata na puntera,

que munchos diben discalzos,

ficiendo sol o lloviera.

Campesino pobre, parte para las Américas a los 17 años. Xovellanos había escrito un siglo antes, y poco perecía haber cambiado la situación, que entre los asturianos que dejan su tierra no había “quien abandone una subsistencia segura en su país por buscar fuera de él una subsistencia arriesgada e incierta”. América era el sueño y retornar el ensueño.

Llega Cabezas a Cuba, el epicentro de la diáspora asturiana, donde reside durante casi diez años, trabajando en el negocio de unos familiares, una tienda de víveres, lo que en la perla del Caribe llaman bodega. Fue allí donde encontró, entre los asturianos Díaz Jardón, el poeta Uncal y el periodista Pedro Giralt, a sus primeros maestros. El verdadero analfabeto, como decía de sí mismo, leyó a Cicerón, a Nietzsche, a Gabriela Mistral, a Chocano, a Kant, a Clarín, a Unamuno, a Descartes, a Galdós, a Balmes, a Campoamor, a Bécquer, a Leibniz, a Schopenhauer, a Rubén Darío, a Larreta… El juicio sobre sí mismo no era justo: Cabezas sabía leer a los cuatro años y, aún niño, caminaba hasta Cangues para comprar periódicos o leerlos, siendo, por ejemplo, lector asiduo de la revista Blanco y Negro. No faltaba en su familia quien pensaba que aquella era una costumbre perniciosa que le podía llevar a posiciones no recomendables e incluso peligrosas. Pero él perseveró y, evidentemente, contrajo la infección.

Comienza a trabajar en el periódico Diario de la Marina, donde se inicia en lo que va a ser su vocación y su propia vida, el periodismo. También escribe tímidas crónicas nostálgicas, del color del humo y de los prados de la lejana patria, a la que ama, como decía Séneca, “no porque sea grande, sino porque es la suya”. También escribe cuentos cortos románticos en la revista El Progreso de Asturias, fundada en 1919 por Celestino Ávarez, un emigrante del concejo de Bual.

De regreso a Asturies con 25 años, indiano sin fortuna, lo que se conocía como americanu del pote, levantó un modesto periódico fundado años antes en Cangues d’Onís, El Orden, mientras vivía del oficio de chófer y panadero, llevando los productos de su Panadería de Santa Cruz, carretera arriba de Cuadonga y de Ponga o siguiendo el río por el desfiladero de Los Beyos hasta las lindes de El Pontón.

 

Americanu del pote,

¿cuando viniste,

cuándo llegaste?

la cadena ya’l reló

yá lo vendiste,

yá lo empeñaste.

Pero llevaba ya en la sangre la tinta de la linotipia. “En La Habana comprendí que no me interesaban los negocios, sino los periódicos y los libros”, dice. Recibe y presta a los amigos la Revista de Occidente que, bajo la autoridad de Ortega, agavilla a parte de lo mejor del pensamiento en español del momento, hasta llegar a conocer y tener por amigos a aquellos que, dice, “veía como semidioses”. Se refiere a Lorca, Salinas, Ayala, Vela, Alberti, Altolaguirre, Espina, Jarnés, Villalón…

Poco después entra como redactor en el periódico ovetense El Carbayón, llegando a ser su director en sólo dos años, en 1927, a una edad muy temprana. De mucho le sirvieron los conocimientos adquiridos en Cuba, modernizando aquel diario conservador, tanto en formato como en contenidos. Era entonces La Habana una ciudad muchísimo más avanzada que la mayoría de los burgos podridos de los que hablaba Azaña, de una metrópoli en regresión y ajena al mundo. Era una plaza cosmopolita abierta a los nuevos vientos y, muy particularmente, a los que le llegaban de la joven y pujante democracia de los Estados Unidos. Hasta 1931 se mantuvo en la dirección de El Carbayón, pero todo estaba cambiando y el tiempo se aceleraba: en abril de 1931 se había proclamado la república. Son los años en los que trata a Valentín Andrés Álvarez, de esa estirpe de economistas nacida en el XVIII y que aún pervive, economistas analíticos, ilustrados, renacentistas en su conocimiento de letras y ciencias. Son, en palabras de Tamames, los economistas asturcones, similares a sus negros y míticos caballos: recios, inteligentes, firmes sobre su tierra al tiempo que miran atentos a los horizontes oceánicos. Son también los años de su amistad con Leopoldo Alas Argüelles, el rector fusilado, un auténtico arquetipo de la tragedia de Asturies. Y, de vital importancia, traba gran amistad con Javier Bueno, que llega a Uviéu para dirigir el periódico Avance.

Entre 1932 y 1936 se hace con la propiedad de la imprenta Sucesor de Ojanguren, sita en el número 1 de la calle Matínez Marina, de gran raigambre librera hasta el presente en Uviéu, dirigiendo también su línea editorial. La producción de libros y revistas es amplia y de gran impacto en la vida cultural de una ciudad no tan provinciana ni tan rancia como muchos creen.

Yo soy de los que piensan que Vetusta no es Uviéu y que Clarín sólo utiliza la ciudad como escenario, como fondo paisajístico. Tal vez su burguesía reaccionaria y santurrona de La regenta sea local, pero no sería distinta ni más deleznable que la que encontramos en Madrid, en Barcelona, en Sevilla o en Valencia, por no hablar, pongamos por caso, de La Coruña, Burgos, Vitoria, Valladolid, Zaragoza o Toledo. Si Vetusta fuera Uviéu no sería posible explicar que un hombre tan puntilloso como Leopoldo Alas pasara por alto la existencia de una universidad que era entonces caja de resonancia de modernidad y, por ejemplo, centro neurálgico del krausismo, del liberalismo y del asturianismo, con los Buylla, Canella, Uría, Posada, Vigón, Bellmunt, Somoza…

Es precisamente entonces cuando publica, ya en 1936, la primer biografía de Leopoldo Alas, Clarín, el provinciano universal, lo que hace en Madrid con el sello de Espasa Calpe. En aquella Asturies que inicia con antelación a la civil española su particular guerra de ideas y de clases, Cabezas decide rescatar a Clarín. Si Leopoldo Alas no quería morir en 1901 él intenta en 1934, cuando comienza a escribir el libro, “resucitarlo un poco”. Borges, con esa extraña mezcla de flema británica y de arrabalera ironía porteña, decía que algunas biografías no eran otra cosa que “una absurda recopilación de los cambios de domicilio del biografiado” pero que, en cambio, otras respondían al amor por un personaje. Tal es el sentido de la biografía que Cabezas realiza de Clarín. Nunca imaginaría Cabezas que la maldad acumulada en la ciudad contra su admirado personaje acabaría matando al hijo, el rector, de forma vicaria por no haber podido matar al padre. Si Clarín fue “resucitado un poco” en 1934, las balas acabaron con Alas Argüelles tres años después.

Vive Cabezas la revolución de octubre, la comuna asturiana, los combates por todo el centro de Asturies, la lucha cuerpo a cuerpo en Uviéu… Y después, sofocada la rebelión, es testigo de la brutal represión de Yagüe y Doval, a las órdenes de Franco y con la vesania de Gil Robles desde Madrid, pasando por encima de lo pactado por el general López Ochoa con Belarmino Tomás. Una de las víctimas de la represión, afortunadamente superviviente de la misma, sería su amigo y también periodista Javier Bueno, director, como se dijo, del periódico socialista Avance, verdadero órgano informativo de la revolución. Tras un baño de sangre que sólo fue menor de lo previsto por la moderación que impusieron los ministros radicales, el triunfo del Frente Popular vació las cárceles y se recuperó una cierta normalidad que muy poco duró.

En julio de 1936 una parte del ejército se alzó en armas contra la república, dirigido precisamente por aquellos oficiales que compartían tres características: mimados por Alfonso XIII, crueles colonialistas y represores de octubre. El coronel Aranda, que tendrá una cierta importancia en el devenir de la peripecia de Juan Antonio Cabezas unos meses después, se une a la sublevación y va a resistir en Uviéu a los duros ataques de las fuerzas republicanas. El asedio a la ciudad va a ser terrible para la población civil. Xixón pasa a ser la capital de facto y Asturies pronto quedará aislada del resto del territorio republicano.

En ese contexto Cabezas y otros periodistas se ponen a trabajar con Bueno en Xixón para sacar adelante de nuevo el diario Avance. Era enero de 1937 y Juan Antonio Cabezas sería el redactor jefe. Cumplía con su deber, el deber de escribir e informar, tal vez en un momento inoportuno y en un lugar inadecuado. Weber decía, en su conocido discurso acerca de la ética de la convicción y la ética de la responsabilidad, que las convicciones no se sostienen en el vacío y que, como todo lo humano, están expuestas a un mundo cambiante. Escribe Weber que tan peligroso es ponerlas por encima de las circunstancias, et pereas mundus, como sostener con cinismo que el fin justifica los medios. A este respecto, un día le criticaron a Keynes el hecho de que cambiaba sus recetas económicas cuando las condiciones cambiaban, a lo que el maestro contesto: “¿y usted no?”. Los medios son siempre y sin excepción, lo diga Weber o Spinoza, Russell o Kropotkin, Agamenón o su porquero, los que dan sentido a nuestros fines. Así, ante tiempos como aquellos del inicio de la guerra civil, conviene recordar que un héroe clásico es el hijo de un dios y de una mujer pero, entre los simples mortales, un héroe es quien hace cosas extraordinarias en momentos extraordinarios y, a veces, sin darse cuenta o sin saber muy bien el porqué.    

Tras el pacto de los vascos con los italianos en Santoña, el frente de oriente se desmoronaba pese a aquellas Termópilas patrias de los altos valles del Cuera, de las faldas del Mazucu, a empuje de carlistas, italianos y alemanes; mientras Xixón, una villa desarmada, era bombardeada durante un año por la marina de Franco y por la aviación de Hitler. Al final, una tarde fría de octubre, los rebeldes entraban por la carretera de Villaviciosa en una ciudad ya sin aliento. El Consejo Soberano capitulaba y en la redacción de Avance recordarían seguramente el adagio latino: vae victis!

Bueno, Cabezas y los demás sabían bien de la consideración que tenían los militares facciosos sobre la actividad periodística republicana. Era la hora de la huida. Llegan a El Musel y consiguen embarcar, pero Cabezas tuvo mala suerte: su barco, el Montseny, era poco más que un paquebote de madera, de quinientas toneladas de registro bruto como mucho, con calderas de vapor, uno de aquellos barcos auxiliares que los norteamericanos habían usado para transportes pequeños durante la gran guerra europea del 14, del que su propio patrón decía que “cualquier día nos traga una borrasca del Cantábrico”. Pronto fue interceptado por un buque de guerra, cuando apenas había recorrido seis millas al nornordeste. Para los que conozcan la zona: con un cálculo simple de deriva, así a ojo de buen cubero, estaría a no más de tres millas en la vertical de La Ñora.

Juan Antonio Cabezas tenía entonces 37 años y tres hijos pequeños, y había perdido a su mujer durante el asedio de Uviéu. Cuenta Elvira Bobo, su nieta, que en ese momento, con el barco apresado, comenzó lo que él mismo llamó la odisea de los vencidos. Algunos utilizaron sus pistolas por última vez disparando contra sí mismos. Hombre hechos y derechos caían por la borda con la cabeza destrozada por el último plomo de una guerra, de una revolución, de una república. Cabezas tiró al agua su documentación y su estilográfica (¡qué simbólico!), pensó ser otro y se durmió.

Pasó Cabezas diez meses en el campo de concentración de Cedeira y en el verano de 1938 fue trasladado a Camposancos, del que habla así: “el lugar cuyo nombre en toda Asturias y Galicia se pronunciaba con horror”. Allí asentaba sus reales el tétrico Tribunal Militar Número 1 de Asturias, uno de los que dictó más penas de muerte de todos cuantos se formaron en España. La acusación, expediente sumarísimo de urgencia 6769, era clara: rebelión militar. Todo era un disparate y las pruebas unos cuantos recortes de prensa.  Le asignaron como defensor a un viejo militar que, al saber que era periodista, le dijo: “no confíe en mi defensa, usted procure defenderse si lo dejan, porque a mí no me van a hacer caso”. Tras diez minutos de proceso y cinco de deliberación, la pena fue la consabida: muerte. Era el atardecer del 19 de octubre de 1938, un año justamente desde la fallida huída desde los muelles de El Musel.

¿Qué movía a aquellos militares a tener tanta inquina contra un hombre como Cabezas, sin delitos cometidos, sin responsabilidades ni siquiera indirectas, como puede que encontraran en el primer Bueno, el del Avance de 1934? Vista la situación general, más allá de los aspectos personales, había en ellos un fuerte odio de clase y una profunda aversión a la cultura. No en vano fueran víctimas favoritas tras la guerra los campesinos pobres, los periodistas, los catedráticos y, sobre manera, los maestros. Cantaba durante la transición Patxi Andión, recordando a aquellos maestros de la república:

 

Con el alma en una nube

y el cuerpo como un lamento,

llega el problema del pueblo,

llega el maestro.

 

El cura cree que es ateo,

el alcalde comunista

y el cabo jefe de puesto

piensa que es un anarquista.

De hecho, estando en la madrileña cárcel de Porlier, vivió Cabezas la llegada de presos procedentes de París, detenidos por la Gestapo tras la toma de la capital francesa por las tropas alemanas. Entre ellos estaban su amigo Tedomiro Menéndez, el líder socialista asturiano, y los periodistas Zugazagoitia y Salido, director y redactor respecticamente de El Socialista. Los tres fueron condenados a muerte pero a Menéndez le rebajaron la pena en un grado, treinta años de prisión, mientras que Salido y Zugazagoitia fueron fusilados a los pocos días. Para Cabezas fue un duro golpe y pensó que “a los periodistas no nos perdonan”. Y así era: no los perdonaban por lo que habían hecho, por lo que hubieran podido hacer y por lo que tal vez harían en el futuro. Siendo yo adolescente, en la agonía del tardofranquismo, había una canción cuyo autor no recuerdo, que, recorriendo los ministerios, decía:

 

el de información informa

que no hay nada que informar

ya que la información forma

y eso es lo que hay que evitar.

Elvira Bobo escribía en abril de 2010, recordando la vida y pasión de su abuelo, que “sólo Dios sabe qué se le pasa a un hombre por la mente cuando escucha su sentencia de muerte, más aún cuando las acusaciones son disparatadas y la pruebas falsas”. Yo pensé eso muchas veces porque mi abuelo José Rivas también la escuchó. Dicen que los militares, formados para la guerra, viviendo entre la muerte y sobre todo en aquellos tiempos, lo llevan con mayor serenidad. No lo sé y no lo puedo saber. Mi abuelo era un militar fiel al pueblo y leal al gobierno, y también oyó la sentencia y, días más tarde, oiría el ¡apunten, fuego! Elvira Bobo le da el privilegio a Dios de saber qué pasa por la mente de una persona en ese instante. Yo soy más de los que piensan, como alguien escribiera en una pared de Auschwitz, que Dios estaba en esos años demasiado lejos y a otras cosas porque, de lo contrario, ya debería haber pedido perdón. ¡Claro que siempre cabe otra explicación…!

De presidio en presidio anduvo Cabezas durante casi tres años hasta que su expediente volvió a activarse en la primavera de 1941. Durante ese tiempo escribía con el sarcástico pseudónimo de Redactor Recluso, ocultando cuanto podía que su sentencia era a la pena capital. El laureado general Varela, ministro de la guerra, enviaba una y otra vez la orden de ejecución, pero amigos que Cabezas fue haciendo en su calvario, ocultaban unos días la orden y lo trasladaban. Así, fue sobreviviendo hasta que un día le llegó la conmutación de la pena y su sustitución por la de reclusión durante treinta años.

En 1944, al no tener delitos de sangre, fue indultado, precisamente coincidiendo con la caída en desgracia del ya general Aranda, principal instigador de la causa contra él. Es llamativo como el odio hacia el periodista de Avance por parte de los vencedores había anidado con tremenda fuerza en el sublevado de Uviéu, hasta el punto de convertir en piedra el corazón de un militar que era liberal y francmasón. No olvidó sólamente sus juramentos de lealtad al gobierno el traidor Aranda. Las constituciones de Anderson, ley fundamental de la orden del compás y la escuadra desde 1723, estipulan con claridad que “un masón es un pacífico súbdito de aquellos poderes civiles que garantizan la expresión de las libertades fundamentales”. Y, en otro punto, se puede leer que “un masón está obligado, por su misma condición, a obedecer la ley moral”.

Este extremo contrasta con el berrinche día sí y otro también de Varela al ver burladas sus órdenes, llegando a gritar: “¡esto es cosa de la masonería!”. Y aún podemos añadir otra paradoja. Para burlar de nuevo al ministro, el teólogo Eleuterio Elorduy, jesuita vasco, urdió un plan: “¿no dicen que los jesuitas son la antimasonería?, pues mañana pedimos al provincial de la orden que interceda por este periodista”. Así se hizo y Varela, exasperado y agotado, gritó a su secretario: “¡hagan ustedes lo que quieran!”.

El 20 de marzo de 1944 sale a la calle y al aire de la libertad, por más que sea un aire bastante irrespirable, el de las calles de aquella España de cuartel y sacristía. Dejaba atrás setenta y siete meses desde aquel octubre que saliera de El Musel en el desvencijado Montseny: doce en campos de concentración a la espera de juicio o de una arbitrariedad en cualquier madrugada de pólvora, treinta y uno condenado a muerte, y treinta y cuatro de los doscientos ochenta y tres que, teóricamente, le quedaban por cumplir. Empezaba un tiempo de aprendizaje, de adaptación a la vida abierta, de readaptación tras más de tres años esperando la ejecución, lo que le obligaba, según sus propias palabras, a hacer “progresos en mi propia resurrección”.

Aquí acaba la vida de guerra y primera posguerra de Juan Antonio Cabezas, que reflejaría años después en sus obras Morir en Oviedo y Asturias, catorce meses de guerra civil.

Cabezas se reintegró al trabajo periodístico como redactor del periódico España de Tánger y, posterioremente, al diario ABC, en el que trabajó entre 1966 y 1990, dirigiendo durante largo tiempo la sección Madrid al día. A un tiempo, fue colaborador habitual de la prensa asturiana, como el diario La Voz de Asturias, en el que ya había participado antes de la guerra, y en La Nueva España. También fue corresponsal de la American Literary Agency de Nueva York. Asímismo, tuvo una dilatada obra literaria y ensayística. Comienza con las biografías de Concepción Arenal, de Cristo y de Rubén Darío. Más adelante destacan, aparte de las ya citadas con anterioridad, Madrid. Biografía de una ciudad y Jovellanos. Fundador de la Sociedad Cervantina de Madrid, con sede en el edificio donde estuvo la imprenta de Juan de la Cuesta, de la que salió la primera edición del Quijote y que presidió hasta su muerte, dedicó dos libros al ingenioso hidalgo y a su creador: Miguel de Cervantes, autor del Quijote y Cervantes en Madrid.

Me llama poderosamente la atención la temática de dos libros que reconozco no haber leído, posteriores a la historia de Jesucristo: Nazismo contra cristianismo e Israel, de la Biblia al tractor. No es esta una temática habitual en la bibliografía española y menos aún en esos años que van de los cuarenta a los sesenta. Sí conozco, en cambio, el más reciente, de 1987, Madrid y sus judíos, que se puede entender como una continuación de sus obras sobre el siglo de oro y, particularmente, de su gusto por el estudio de Cervantes, su obra y su época.

Quiero terminar esta excursión más que incursión por un autor al que más aprecio cuanto más lo conozco con una referencia a su gran obra enciclopédica sobre su país, Asturias. Biografía de una región. Se trata de un viaje literario, geográfico y etnográfico por todos los concejos, editado en 1956. En el libro queda puesto de manifiesto su amor por su tierra, también su dolor ante tantas y tantas desgracias de su historia, pero también su orgullo por las grandezas de un pueblo más de dos veces milenario. Vuelve a vivir el paisaje que nunca olvidó ni el paisanaje al que siempre perteneció desde que abrió los ojos a la luz de los picachos más altivos y los oídos al sonido de los ríos más mistéricos.

“Asturias es un país campesino, rural, pero su ruralismo se mezcla con sedimentos de civilización”, escribe. Y añade: “es la de Asturias una estética esencial y radical, telúrica, que tanto camina hacia lo hermoso como hacia lo sublime”. Hijo de las altas cumbres, dice que Asturies es “una tierra vertical”. Después de haber viajado por muchas tierras y de haber arribado a muchos puertos, de vivir ya bastante y esperando vivir más, he llegado a la misma conclusión que Cabezas: “el hombre, por mucho que se mueva por el mundo, permanece atado a su primer paisaje”. Como dijera el poeta, “la patria es el paisaje de la infancia”. Canta Llan de Cubel:

 

Otres tierres, hai otres tierres,

munches riberes mueya la mar,

viaxarás lloñe, trillarás mundu,

pero a la fin habrás recordar

qu’en toles tierres yes estranxeru

menos na d’esti llau de la mar.

 

Cuando cumplió 91 años aún recordaba los humos grises flotando sobre Margolles, “el humo conservador de mis realidades humanas en el tiempo lejano en el que se inició mi vida”. Tolstoi había puesto en los labios de su Anna Karenina aquello de “conozco esa bruma azul que lo rodea todo en la etapa feliz en que se termina la infancia”. Y Antonio Machado, cuando murió en su exilio de Collioure, llevaba en un bolsillo un papel en el que había escrito: “estos días azules y este sol de la infancia”. Mucho antes decía que “mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla y un huerto claro donde madura el limonero”.

El 10 de diciembre de 1993 moría Juan Antonio Cabezas, pudiendo haber dicho, también como Machado, que “al cabo, nada os debo; debéisme cuanto he escrito”. Tras vida tan azarosa, con casi 94 años y de ellos seis esperando a que cualquier día lo mataran, pocos en proporción aritmética pero todo un mundo de angustia tal que eterno, seguía siendo, cuentan sus allegados, alegre y optimista. Su admirado Cervantes había escrito:

 

con todo es mejor vivir,

que en las cosas desiguales

el mayor mal de los males

se sabe que es el morir.

Un gran amigo suyo, Valentín Andrés Álvarez, dijo un día: “quien ha nacido en esta tierra, podrá vivir lejos de los paisajes de su infancia, pero, si puede, vendrá a morir a ellos”. El escritor y periodista cangués murió en Madrid pero reposa en el seno de su tierra madre, bajo Los Picos d’Europa, cumbres de independencia, valles de la libertad, que, desde siempre, vigilan el horizonte y velan por los asturianos. Juan Antonio Cabezas, maestro de la información, hombre del conocimiento compartido y horizontal, descansa bajo el manto de su patria vertical.


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