Juan Antonio Cabezas: el saber horizontal y la patria vertical
“Les
temps primitfs sont lyriques,
les
temps antiques sont épiques,
les
temps modernes sont dramatiques”
Victor Hugo
La vida suele ser
una sucesión de acontecimientos que solemos llamar casualidades, aunque no son pocos los filósofos y pensadores que,
desde los albores de la humanidad, creen, por el contrario, que todo sigue un
hilo conductor de carácter causal, es
decir, que nada es casual, que todo
es causal, o si preferimos la
terminología de Jung, acausal. Es
esta una teoría, una hipótesis si nos parece mejor, una conjetura para los más
escépticos, de enorme atractivo, tanto que incluso grandes científicos de la
más pura trayectoria positivista, desde Newton hasta Einstein, fueron alcanzados
por su dardo. Viene esto a cuento de explicar, tal vez poniendo la venda antes
de sufrir la herida, el porqué de, siendo un tanto ignorante, mi incursión en
la vida y la obra de un autor como Juan Antonio Cabezas. En fin, que me veo
como aquel niño-hombre de 17 años, libre y feliz, pero con la señaldá de quien dejaba al otro lado del
mar Los Picos d’Europa, llegando a La Habana con la idea, según cuenta su hija Julia,
de que “yo era un analfabeto total”.
Cabezas es uno de
esos autores a los que mi generación llegó tarde. Cuando tuvimos ocasión de
leer su obra, sólo una parte por motivos que a nadie se le escapa, su tiempo
era lejano o, al menos, eso parecía. Nos separaba de la generación del
periodista y escritor una larga posguerra en la que vivimos la infancia pero
que, como es lo propio de un niño, no repárabamos mucho, aunque todos teníamos,
al menos en Asturies, un abuelo que no conocimos, un tío que estaba en Soria, o
en Ocaña, o en Carabanchel, unos primos que vivían en Francia… Si, por esas
casualidades de la vida, más bien por la causalidad de tener en la biblioteca
familiar algunos libros, sabías de aquellos autores, tampoco los llegabas a
entender porque es imposible comprender un texto cuando se le separa de su contexto.
Así fue como leí La montaña rebelde, aunque en mi
recuerdo siempre pesaron más las imágenes de la película, que ví de nuevo en
televisión, allá por la mitad de los ochenta, y, de nuevo la casualidad en
marcha, volví al libro, redescubriendo a Juan Antonio Cabezas. También leí, a
mediados de los setenta, finalizando el bachillerato, su Asturias: catorce meses de guerra civil, una de las primeras obras
de la temática publicadas en España. Me impresionó mucho, por su pulcritud
literaria, por su aguda visión de las cosas y por una gran limpieza en la
interpretación de los hechos, en la pluma de un hombre que, en último término,
había sido actor de los mismos y desde una militancia a la que nunca renunció y
por la que sufrió ostracismo y penalidades. Republicano y de aquellos que se
consideraban socialistas a fuer de liberales, su verdadera militancia fue el
periodismo y su ideario el de contar la realidad, con fidelidad a la verdad,
siempre con honradez, que es cosa distinta a la objetividad. Las personas somos
subjetivas porque somos sujetos, como seríamos objetivas si fuéramos objetos,
pero hay personas honradas y otras que no lo son.
Quiso de nuevo la
casualidad que estuviera yo en Madrid cuando Luis Arias Argüelles-Meres
presentó su libro Ortega y Asturias.
Como buen asturianista tengo cierta prevención hacia Ortega, porque no me gusta
ese topos invariante de tener que
definir todo el planeta en función de su comparación con Castilla. “Asturias no
es transitiva”, decía, y se quedaba tan satisfecho en medio de su merienda con
señoras. Me recordó siempre, con su afición a hacer frases, a Heidegger, que
decía cosas como que “el ser es ello mismo”. Al respecto, Mario Bunge dice que
quienes lo oyen creen encontrarse ante algo transcendente, cuando la realidad
es que es una frase sin significado alguno. Bunge va todavía más allá y
diagnostica que se trata de “una majadería típica de un esquizofrénico”. Pero,
sin querer quitar su importancia a Ortega ni catalogarlo como Bunge cataloga a
Heidegger, siempre tuve una gran simpatía por Luis Arias, una de las pocas
plumas libres de una prensa tan pegada al poder y a la casta dominante como es
la asturiana. Hablo de casta porque hablar
de nuestra oligarquía como de élite sería un despropósito conceptual,
lo mismo desde un punto de vista cultural que de otro político. Luis Arias, muy
al contrario, es un columnista inteligente y certero, de la estirpe misma en la
que encontramos a Juan Antonio Cabezas. Fui a la presentación al Centro
Asturiano y quedé muy satisfecho, incluso con una cierta reconciliación con Ortega.
Y esa casualidad hizo que dos hombres que no nos conocíamos, aunque sabíamos el
uno del otro, iniciáramos una relación estrecha que ha dado en franca amistad.
Poco más tarde, en
el otoño del 2012, Arias me pidió que le presentara, también en el Centro
Asturiano, su entonces última novela, Pudorosa
penumbra. Lo hice con gusto y allí, tomando unas botellas de sidra en el
restaurante de la entidad, conocí, también casualmente, a Julia Cabezas, hija
del escritor, y a Elvira Bobo, su nieta. Hablamos de todo, la velada se alargó,
les expliqué lo que acabo de contar: que yo sabía de su padre y abuelo lo mismo
que cualquiera con un poco de gusto por la cultura, unos cuantos libros
archiconocidos o tal vez, es posible, cuatro o cinco entradas de la Wikipedia,
por más que, por edad y profesionalidad, era capaz a disimularlo. Yo tuve un
compañero de la facultad de historia que decía que, con tres libros y un par de
días, podría dar una charla sobre patologías de la rótula. Posiblemente tuviera
razón, pero no parece muy sano, nunca mejor dicho, y siempre sufrirás con la
sonrisa condescendiente de alguien del público. El caso es que mantuve la
relación con ellas, con Elvira particularmente. A finales de 2018 publiqué un
pequeño suelto en asturiano con motivo del vigésimoquinto aniversario de
Cabezas, que había muerto el 10 de diciembre de 1993. Julia y Elvira se
pusieron en contacto conmigo para darme las gracias, diciéndome que se habían
emocionado.
Y la línea casual
llega al día de hoy. El Ateneo Jovellanos programó el ciclo Recuperación de relevantes personajes
asturianos olvidados y contó con Arias Argüelles-Meres para su coordinación.
Para tratar la figura de Juan Antonio Cabezas, Arias se puso en contacto con la
familia para hablar del asunto. Es entonces cuando, para mi sorpresa, grata
sorpresa, le dicen que les gustaría que fuera yo quien hiciera la exposición.
Una vez más les repetí lo que ya les he comentado un par de veces en pocos
minutos: no soy experto en la obra de Cabezas, sé de su trayectoria vital mucho
menos que un par de decenas de asturianos y foriatos
vivos, ni tan siquiera soy correligionario político suyo, aunque, tras casi un
siglo, esto siempre es matizable… Elvira Bobo me dijo que ellas no querían una
clase de doctorado sino una visión como la que yo había dado en aquel articulín
de hace dos años, más deconstruído desde el corazón que construido desde el
cerebro. Yo me pierdo fácilmente por las luces de la ensoñación y por las
sombras de los caminos telúricos, pero a la hora de la verdad, caigo hacia una
ciencia más bien clásica, algunos dicen, tal vez tratando de ofenderme, que
neopositivista. Pero acepté el envite, aunque pensé: “¿cómo vas a salir de
esta?”. Elvira Bobo me envió varios documentos, algunos inéditos o publicados
parcialmente de su abuelo, y dos textos largos, uno suyo y otro del propio
Cabezas. “Utilícelos como mejor le parezca”, me dijo.
Y aquí estoy ante
ustedes, en este formato de conferencia al que nos obliga la pandemia de la
covid, un formato que no me gusta porque impide la participación del público y
fuerza a acortar mucho la exposición porque se trata de un medio poco apto para
ello. Si ya las clases magistrales de la universidad han sido reducidas a 45
minutos, ¿cómo vamos a prolongarnos más en estos eventos online?
Antes de iniciar
mi aproximación a Cabezas querría dejar una cosa clara. Muchos, al atender a su
biografía, inciden en que no vivió precisamente mal durante el franquismo,
siendo, entre otras cosas, una figura importante en la prensa de la época.
Evidentemente, nadie va ocultar su posición acomodada ni su actividad durante
un cuarto de siglo en el ABC, no
precisamente un diario como Le Monde
o como The New York Times, pero, dado
lo que había, navegaba, con su monarquismo más o menos aperturista, según los
vientos de la censura. Mi abuelo Manolo, por ejemplo, anarquista y educado en
la Escuela Neutra de Quintanilla, compraba los domingos el Ya, un periódico católico de Madrid, porque, tras el concilio
Vaticano II, la prensa de la iglesia informaba más y mejor de los problemas
sociales. Ese criterio de “es usted muy así pero vive bien”, se traduce por “si
es usted crítico, debería ser pobre”, o por “si no le gusta esto, váyase a
Rusia”.
Juan Antonio
Cabezas Canteli, de linaje paterno de Cabuérniga y materno de Bimenes, viene a
ser nacido en el seno de una familia campesina de Peruyes, una aldea
perteneciente a la parroquia de Margolles, en el concejo de Cangues d’Onís, el
16 de marzo de 1900. “En aquel mes de marzo de 1900 las chimeneas de cal y
ladrillo en la aldea de Margolles, ribereñas del Seya y del Zardón, expulsaban
humo gris. Humo que lentamente formaba aquella nube que envolvía paredes de
tosca geometría y rodeaba prados verdes con manzanas y castañas. Aquel paisaje
rural aldeano, cubierto de humo gris, rodeó mi infancia y los primeros años
juveniles”.
Fue en ese
ambiente donde tuvo sus primeros enamoramientos: “a los catorce años tuve dos
amores, una nunca lo supo, a otra me gustaba acompañarla a la fuente y se lo
dije un día que fuimos de merienda y bebimos sidra”. No ganó el amor de la niña
pero seguro que siempre recordó el tastu
de aquella sidra.
Ayer
vite na fonte,
tabes
cantando;
hoi
que pasé per ella,
tabes
llorando.
Dime
por qué tas triste
y
descolloría,
dime
por qué sospires,
prenda
quería.
Un amigo de su
infancia canguesa, José Miguel Collado, le recordó años después detalles de la
época en una copla escrita en asturiano y en la que voy a permitirme modificar
un par de signos de puntuación:
¿Recuerdes
cuando a Los Campos
dibes
col maestru a la escuela
y
cómo cantabes la tabla
al
son de golpes de suela?
¡Güenu!
cuandu se teníen zapatos
d’hoxalata
na puntera,
que
munchos diben discalzos,
ficiendo
sol o lloviera.
Campesino pobre,
parte para las Américas a los 17 años. Xovellanos había escrito un siglo antes,
y poco perecía haber cambiado la situación, que entre los asturianos que dejan
su tierra no había “quien abandone una subsistencia segura en su país por
buscar fuera de él una subsistencia arriesgada e incierta”. América era el
sueño y retornar el ensueño.
Llega Cabezas a Cuba,
el epicentro de la diáspora asturiana, donde reside durante casi diez años,
trabajando en el negocio de unos familiares, una tienda de víveres, lo que en
la perla del Caribe llaman bodega.
Fue allí donde encontró, entre los asturianos Díaz Jardón, el poeta Uncal y el
periodista Pedro Giralt, a sus primeros maestros. El verdadero analfabeto, como decía de sí mismo, leyó a Cicerón, a
Nietzsche, a Gabriela Mistral, a Chocano, a Kant, a Clarín, a Unamuno, a
Descartes, a Galdós, a Balmes, a Campoamor, a Bécquer, a Leibniz, a
Schopenhauer, a Rubén Darío, a Larreta… El juicio sobre sí mismo no era justo:
Cabezas sabía leer a los cuatro años y, aún niño, caminaba hasta Cangues para
comprar periódicos o leerlos, siendo, por ejemplo, lector asiduo de la revista Blanco y Negro. No faltaba en su familia
quien pensaba que aquella era una costumbre perniciosa que le podía llevar a
posiciones no recomendables e incluso peligrosas. Pero él perseveró y,
evidentemente, contrajo la infección.
Comienza a trabajar
en el periódico Diario de la Marina,
donde se inicia en lo que va a ser su vocación y su propia vida, el periodismo.
También escribe tímidas crónicas nostálgicas, del color del humo y de los
prados de la lejana patria, a la que ama, como decía Séneca, “no porque sea
grande, sino porque es la suya”. También escribe cuentos cortos románticos en
la revista El Progreso de Asturias,
fundada en 1919 por Celestino Ávarez, un emigrante del concejo de Bual.
De regreso a
Asturies con 25 años, indiano sin fortuna, lo que se conocía como americanu del pote, levantó un modesto periódico
fundado años antes en Cangues d’Onís, El
Orden, mientras vivía del oficio de chófer y panadero, llevando los
productos de su Panadería de Santa Cruz, carretera arriba de Cuadonga y de
Ponga o siguiendo el río por el desfiladero de Los Beyos hasta las lindes de El
Pontón.
Americanu
del pote,
¿cuando
viniste,
cuándo
llegaste?
la
cadena ya’l reló
yá
lo vendiste,
yá
lo empeñaste.
Pero llevaba ya en
la sangre la tinta de la linotipia. “En La Habana comprendí que no me
interesaban los negocios, sino los periódicos y los libros”, dice. Recibe y
presta a los amigos la Revista de
Occidente que, bajo la autoridad de Ortega, agavilla a parte de lo mejor
del pensamiento en español del momento, hasta llegar a conocer y tener por
amigos a aquellos que, dice, “veía como semidioses”. Se refiere a Lorca,
Salinas, Ayala, Vela, Alberti, Altolaguirre, Espina, Jarnés, Villalón…
Poco después entra
como redactor en el periódico ovetense El
Carbayón, llegando a ser su director en sólo dos años, en 1927, a una edad
muy temprana. De mucho le sirvieron los conocimientos adquiridos en Cuba,
modernizando aquel diario conservador, tanto en formato como en contenidos. Era
entonces La Habana una ciudad muchísimo más avanzada que la mayoría de los burgos podridos de los que hablaba
Azaña, de una metrópoli en regresión y ajena al mundo. Era una plaza
cosmopolita abierta a los nuevos vientos y, muy particularmente, a los que le
llegaban de la joven y pujante democracia de los Estados Unidos. Hasta 1931 se
mantuvo en la dirección de El Carbayón,
pero todo estaba cambiando y el tiempo se aceleraba: en abril de 1931 se había
proclamado la república. Son los años en los que trata a Valentín Andrés
Álvarez, de esa estirpe de economistas nacida en el XVIII y que aún pervive,
economistas analíticos, ilustrados, renacentistas en su conocimiento de letras
y ciencias. Son, en palabras de Tamames, los economistas asturcones, similares a sus negros y míticos caballos: recios,
inteligentes, firmes sobre su tierra al tiempo que miran atentos a los
horizontes oceánicos. Son también los años de su amistad con Leopoldo Alas
Argüelles, el rector fusilado, un auténtico arquetipo de la tragedia de Asturies.
Y, de vital importancia, traba gran amistad con Javier Bueno, que llega a Uviéu
para dirigir el periódico Avance.
Entre 1932 y 1936
se hace con la propiedad de la imprenta Sucesor de Ojanguren, sita en el número
1 de la calle Matínez Marina, de gran raigambre librera hasta el presente en Uviéu,
dirigiendo también su línea editorial. La producción de libros y revistas es
amplia y de gran impacto en la vida cultural de una ciudad no tan provinciana
ni tan rancia como muchos creen.
Yo soy de los que
piensan que Vetusta no es Uviéu y que Clarín sólo utiliza la ciudad como
escenario, como fondo paisajístico. Tal vez su burguesía reaccionaria y
santurrona de La regenta sea local,
pero no sería distinta ni más deleznable que la que encontramos en Madrid, en
Barcelona, en Sevilla o en Valencia, por no hablar, pongamos por caso, de La
Coruña, Burgos, Vitoria, Valladolid, Zaragoza o Toledo. Si Vetusta fuera Uviéu
no sería posible explicar que un hombre tan puntilloso como Leopoldo Alas pasara
por alto la existencia de una universidad que era entonces caja de resonancia
de modernidad y, por ejemplo, centro neurálgico del krausismo, del liberalismo
y del asturianismo, con los Buylla, Canella, Uría, Posada, Vigón, Bellmunt,
Somoza…
Es precisamente entonces
cuando publica, ya en 1936, la primer biografía de Leopoldo Alas, Clarín, el provinciano universal, lo que
hace en Madrid con el sello de Espasa Calpe. En aquella Asturies que inicia con
antelación a la civil española su particular guerra de ideas y de clases,
Cabezas decide rescatar a Clarín. Si Leopoldo Alas no quería morir en 1901 él
intenta en 1934, cuando comienza a escribir el libro, “resucitarlo un poco”.
Borges, con esa extraña mezcla de flema británica y de arrabalera ironía
porteña, decía que algunas biografías no eran otra cosa que “una absurda
recopilación de los cambios de domicilio del biografiado” pero que, en cambio,
otras respondían al amor por un personaje. Tal es el sentido de la biografía
que Cabezas realiza de Clarín. Nunca imaginaría Cabezas que la maldad acumulada
en la ciudad contra su admirado personaje acabaría matando al hijo, el rector,
de forma vicaria por no haber podido matar al padre. Si Clarín fue “resucitado
un poco” en 1934, las balas acabaron con Alas Argüelles tres años después.
Vive Cabezas la
revolución de octubre, la comuna asturiana, los combates por todo el centro de
Asturies, la lucha cuerpo a cuerpo en Uviéu… Y después, sofocada la rebelión,
es testigo de la brutal represión de Yagüe y Doval, a las órdenes de Franco y
con la vesania de Gil Robles desde Madrid, pasando por encima de lo pactado por
el general López Ochoa con Belarmino Tomás. Una de las víctimas de la
represión, afortunadamente superviviente de la misma, sería su amigo y también
periodista Javier Bueno, director, como se dijo, del periódico socialista Avance, verdadero órgano informativo de
la revolución. Tras un baño de sangre que sólo fue menor de lo previsto por la
moderación que impusieron los ministros radicales, el triunfo del Frente
Popular vació las cárceles y se recuperó una cierta normalidad que muy poco duró.
En julio de 1936
una parte del ejército se alzó en armas contra la república, dirigido
precisamente por aquellos oficiales que compartían tres características:
mimados por Alfonso XIII, crueles colonialistas y represores de octubre. El
coronel Aranda, que tendrá una cierta importancia en el devenir de la peripecia
de Juan Antonio Cabezas unos meses después, se une a la sublevación y va a
resistir en Uviéu a los duros ataques de las fuerzas republicanas. El asedio a
la ciudad va a ser terrible para la población civil. Xixón pasa a ser la capital
de facto y Asturies pronto quedará
aislada del resto del territorio republicano.
En ese contexto
Cabezas y otros periodistas se ponen a trabajar con Bueno en Xixón para sacar adelante
de nuevo el diario Avance. Era enero
de 1937 y Juan Antonio Cabezas sería el redactor jefe. Cumplía con su deber, el
deber de escribir e informar, tal vez en un momento inoportuno y en un lugar inadecuado.
Weber decía, en su conocido discurso acerca de la ética de la convicción y la
ética de la responsabilidad, que las convicciones no se sostienen en el vacío y
que, como todo lo humano, están expuestas a un mundo cambiante. Escribe Weber
que tan peligroso es ponerlas por encima de las circunstancias, et pereas mundus, como sostener con
cinismo que el fin justifica los medios. A este respecto, un día le criticaron
a Keynes el hecho de que cambiaba sus recetas económicas cuando las condiciones
cambiaban, a lo que el maestro contesto: “¿y usted no?”. Los medios son siempre
y sin excepción, lo diga Weber o Spinoza, Russell o Kropotkin, Agamenón o su
porquero, los que dan sentido a nuestros fines. Así, ante tiempos como aquellos
del inicio de la guerra civil, conviene recordar que un héroe clásico es el
hijo de un dios y de una mujer pero, entre los simples mortales, un héroe es
quien hace cosas extraordinarias en momentos extraordinarios y, a veces, sin
darse cuenta o sin saber muy bien el porqué.
Tras el pacto de
los vascos con los italianos en Santoña, el frente de oriente se desmoronaba
pese a aquellas Termópilas patrias de
los altos valles del Cuera, de las faldas del Mazucu, a empuje de carlistas,
italianos y alemanes; mientras Xixón, una villa desarmada, era bombardeada
durante un año por la marina de Franco y por la aviación de Hitler. Al final, una
tarde fría de octubre, los rebeldes entraban por la carretera de Villaviciosa
en una ciudad ya sin aliento. El Consejo Soberano capitulaba y en la redacción
de Avance recordarían seguramente el
adagio latino: vae victis!
Bueno, Cabezas y
los demás sabían bien de la consideración que tenían los militares facciosos
sobre la actividad periodística republicana. Era la hora de la huida. Llegan a
El Musel y consiguen embarcar, pero Cabezas tuvo mala suerte: su barco, el
Montseny, era poco más que un paquebote de madera, de quinientas toneladas de
registro bruto como mucho, con calderas de vapor, uno de aquellos barcos
auxiliares que los norteamericanos habían usado para transportes pequeños
durante la gran guerra europea del 14, del que su propio patrón decía que “cualquier
día nos traga una borrasca del Cantábrico”. Pronto fue interceptado por un
buque de guerra, cuando apenas había recorrido seis millas al nornordeste. Para
los que conozcan la zona: con un cálculo simple de deriva, así a ojo de buen cubero,
estaría a no más de tres millas en la vertical de La Ñora.
Juan Antonio
Cabezas tenía entonces 37 años y tres hijos pequeños, y había perdido a su
mujer durante el asedio de Uviéu. Cuenta Elvira Bobo, su nieta, que en ese
momento, con el barco apresado, comenzó lo que él mismo llamó la odisea de los vencidos. Algunos
utilizaron sus pistolas por última vez disparando contra sí mismos. Hombre
hechos y derechos caían por la borda con la cabeza destrozada por el último
plomo de una guerra, de una revolución, de una república. Cabezas tiró al agua
su documentación y su estilográfica (¡qué simbólico!), pensó ser otro y se
durmió.
Pasó Cabezas diez
meses en el campo de concentración de Cedeira y en el verano de 1938 fue
trasladado a Camposancos, del que habla así: “el lugar cuyo nombre en toda
Asturias y Galicia se pronunciaba con horror”. Allí asentaba sus reales el
tétrico Tribunal Militar Número 1 de Asturias, uno de los que dictó más penas
de muerte de todos cuantos se formaron en España. La acusación, expediente
sumarísimo de urgencia 6769, era clara: rebelión militar. Todo era un disparate
y las pruebas unos cuantos recortes de prensa.
Le asignaron como defensor a un viejo militar que, al saber que era
periodista, le dijo: “no confíe en mi defensa, usted procure defenderse si lo
dejan, porque a mí no me van a hacer caso”. Tras diez minutos de proceso y
cinco de deliberación, la pena fue la consabida: muerte. Era el atardecer del
19 de octubre de 1938, un año justamente desde la fallida huída desde los
muelles de El Musel.
¿Qué movía a
aquellos militares a tener tanta inquina contra un hombre como Cabezas, sin
delitos cometidos, sin responsabilidades ni siquiera indirectas, como puede que
encontraran en el primer Bueno, el del Avance
de 1934? Vista la situación general, más allá de los aspectos personales, había
en ellos un fuerte odio de clase y una profunda aversión a la cultura. No en
vano fueran víctimas favoritas tras la guerra los campesinos pobres, los
periodistas, los catedráticos y, sobre manera, los maestros. Cantaba durante la
transición Patxi Andión, recordando a aquellos maestros de la república:
Con
el alma en una nube
y el
cuerpo como un lamento,
llega
el problema del pueblo,
llega
el maestro.
El
cura cree que es ateo,
el
alcalde comunista
y el
cabo jefe de puesto
piensa
que es un anarquista.
De hecho, estando
en la madrileña cárcel de Porlier, vivió Cabezas la llegada de presos
procedentes de París, detenidos por la Gestapo tras la toma de la capital
francesa por las tropas alemanas. Entre ellos estaban su amigo Tedomiro
Menéndez, el líder socialista asturiano, y los periodistas Zugazagoitia y
Salido, director y redactor respecticamente de El Socialista. Los tres fueron condenados a muerte pero a Menéndez
le rebajaron la pena en un grado, treinta años de prisión, mientras que Salido
y Zugazagoitia fueron fusilados a los pocos días. Para Cabezas fue un duro golpe
y pensó que “a los periodistas no nos perdonan”. Y así era: no los perdonaban
por lo que habían hecho, por lo que hubieran podido hacer y por lo que tal vez
harían en el futuro. Siendo yo adolescente, en la agonía del tardofranquismo,
había una canción cuyo autor no recuerdo, que, recorriendo los ministerios,
decía:
el
de información informa
que
no hay nada que informar
ya
que la información forma
y
eso es lo que hay que evitar.
Elvira Bobo
escribía en abril de 2010, recordando la vida y pasión de su abuelo, que “sólo
Dios sabe qué se le pasa a un hombre por la mente cuando escucha su sentencia
de muerte, más aún cuando las acusaciones son disparatadas y la pruebas
falsas”. Yo pensé eso muchas veces porque mi abuelo José Rivas también la
escuchó. Dicen que los militares, formados para la guerra, viviendo entre la
muerte y sobre todo en aquellos tiempos, lo llevan con mayor serenidad. No lo
sé y no lo puedo saber. Mi abuelo era un militar fiel al pueblo y leal al
gobierno, y también oyó la sentencia y, días más tarde, oiría el ¡apunten, fuego! Elvira Bobo le da el
privilegio a Dios de saber qué pasa por la mente de una persona en ese
instante. Yo soy más de los que piensan, como alguien escribiera en una pared
de Auschwitz, que Dios estaba en esos años demasiado lejos y a otras cosas
porque, de lo contrario, ya debería haber pedido perdón. ¡Claro que siempre
cabe otra explicación…!
De presidio en
presidio anduvo Cabezas durante casi tres años hasta que su expediente volvió a
activarse en la primavera de 1941. Durante ese tiempo escribía con el sarcástico
pseudónimo de Redactor Recluso,
ocultando cuanto podía que su sentencia era a la pena capital. El laureado
general Varela, ministro de la guerra, enviaba una y otra vez la orden de
ejecución, pero amigos que Cabezas fue haciendo en su calvario, ocultaban unos
días la orden y lo trasladaban. Así, fue sobreviviendo hasta que un día le
llegó la conmutación de la pena y su sustitución por la de reclusión durante
treinta años.
En 1944, al no
tener delitos de sangre, fue indultado, precisamente coincidiendo con la caída
en desgracia del ya general Aranda, principal instigador de la causa contra él.
Es llamativo como el odio hacia el periodista de Avance por parte de los vencedores había anidado con tremenda
fuerza en el sublevado de Uviéu, hasta el punto de convertir en piedra el
corazón de un militar que era liberal y francmasón. No olvidó sólamente sus
juramentos de lealtad al gobierno el traidor Aranda. Las constituciones de
Anderson, ley fundamental de la orden del compás y la escuadra desde 1723, estipulan
con claridad que “un masón es un pacífico súbdito de aquellos poderes civiles
que garantizan la expresión de las libertades fundamentales”. Y, en otro punto,
se puede leer que “un masón está obligado, por su misma condición, a obedecer
la ley moral”.
Este extremo
contrasta con el berrinche día sí y otro también de Varela al ver burladas sus
órdenes, llegando a gritar: “¡esto es cosa de la masonería!”. Y aún podemos
añadir otra paradoja. Para burlar de nuevo al ministro, el teólogo Eleuterio
Elorduy, jesuita vasco, urdió un plan: “¿no dicen que los jesuitas son la
antimasonería?, pues mañana pedimos al provincial de la orden que interceda por
este periodista”. Así se hizo y Varela, exasperado y agotado, gritó a su
secretario: “¡hagan ustedes lo que quieran!”.
El 20 de marzo de
1944 sale a la calle y al aire de la libertad, por más que sea un aire bastante
irrespirable, el de las calles de aquella España de cuartel y sacristía. Dejaba
atrás setenta y siete meses desde aquel octubre que saliera de El Musel en el
desvencijado Montseny: doce en campos de concentración a la espera de juicio o
de una arbitrariedad en cualquier madrugada de pólvora, treinta y uno condenado
a muerte, y treinta y cuatro de los doscientos ochenta y tres que,
teóricamente, le quedaban por cumplir. Empezaba un tiempo de aprendizaje, de
adaptación a la vida abierta, de readaptación tras más de tres años esperando
la ejecución, lo que le obligaba, según sus propias palabras, a hacer
“progresos en mi propia resurrección”.
Aquí acaba la vida
de guerra y primera posguerra de Juan Antonio Cabezas, que reflejaría años
después en sus obras Morir en Oviedo
y Asturias, catorce meses de guerra civil.
Cabezas se
reintegró al trabajo periodístico como redactor del periódico España de Tánger y, posterioremente, al
diario ABC, en el que trabajó entre
1966 y 1990, dirigiendo durante largo tiempo la sección Madrid al día. A un tiempo, fue colaborador habitual de la prensa
asturiana, como el diario La Voz de
Asturias, en el que ya había participado antes de la guerra, y en La Nueva España. También fue
corresponsal de la American Literary Agency de Nueva York. Asímismo, tuvo una
dilatada obra literaria y ensayística. Comienza con las biografías de
Concepción Arenal, de Cristo y de Rubén Darío. Más adelante destacan, aparte de
las ya citadas con anterioridad, Madrid.
Biografía de una ciudad y Jovellanos.
Fundador de la Sociedad Cervantina de Madrid, con sede en el edificio donde
estuvo la imprenta de Juan de la Cuesta, de la que salió la primera edición del
Quijote y que presidió hasta su
muerte, dedicó dos libros al ingenioso hidalgo y a su creador: Miguel de Cervantes, autor del Quijote y
Cervantes en Madrid.
Me llama
poderosamente la atención la temática de dos libros que reconozco no haber
leído, posteriores a la historia de Jesucristo: Nazismo contra cristianismo e Israel,
de la Biblia al tractor. No es esta una temática habitual en la
bibliografía española y menos aún en esos años que van de los cuarenta a los
sesenta. Sí conozco, en cambio, el más reciente, de 1987, Madrid y sus judíos, que se puede entender como una continuación de
sus obras sobre el siglo de oro y, particularmente, de su gusto por el estudio
de Cervantes, su obra y su época.
Quiero terminar
esta excursión más que incursión por un autor al que más aprecio cuanto más lo
conozco con una referencia a su gran obra enciclopédica sobre su país, Asturias. Biografía de una región. Se
trata de un viaje literario, geográfico y etnográfico por todos los concejos,
editado en 1956. En el libro queda puesto de manifiesto su amor por su tierra,
también su dolor ante tantas y tantas desgracias de su historia, pero también su
orgullo por las grandezas de un pueblo más de dos veces milenario. Vuelve a
vivir el paisaje que nunca olvidó ni el paisanaje al que siempre perteneció
desde que abrió los ojos a la luz de los picachos más altivos y los oídos al
sonido de los ríos más mistéricos.
“Asturias es un
país campesino, rural, pero su ruralismo se mezcla con sedimentos de
civilización”, escribe. Y añade: “es la de Asturias una estética esencial y
radical, telúrica, que tanto camina hacia lo hermoso como hacia lo sublime”.
Hijo de las altas cumbres, dice que Asturies es “una tierra vertical”. Después
de haber viajado por muchas tierras y de haber arribado a muchos puertos, de
vivir ya bastante y esperando vivir más, he llegado a la misma conclusión que
Cabezas: “el hombre, por mucho que se mueva por el mundo, permanece atado a su
primer paisaje”. Como dijera el poeta, “la patria es el paisaje de la
infancia”. Canta Llan de Cubel:
Otres
tierres, hai otres tierres,
munches
riberes mueya la mar,
viaxarás
lloñe, trillarás mundu,
pero
a la fin habrás recordar
qu’en
toles tierres yes estranxeru
menos
na d’esti llau de la mar.
Cuando cumplió 91
años aún recordaba los humos grises flotando sobre Margolles, “el humo
conservador de mis realidades humanas en el tiempo lejano en el que se inició
mi vida”. Tolstoi había puesto en los labios de su Anna Karenina aquello de
“conozco esa bruma azul que lo rodea todo en la etapa feliz en que se termina
la infancia”. Y Antonio Machado, cuando murió en su exilio de Collioure,
llevaba en un bolsillo un papel en el que había escrito: “estos días azules y
este sol de la infancia”. Mucho antes decía que “mi infancia son recuerdos de
un patio de Sevilla y un huerto claro donde madura el limonero”.
El 10 de diciembre
de 1993 moría Juan Antonio Cabezas, pudiendo haber dicho, también como Machado,
que “al cabo, nada os debo; debéisme cuanto he escrito”. Tras vida tan azarosa,
con casi 94 años y de ellos seis esperando a que cualquier día lo mataran,
pocos en proporción aritmética pero todo un mundo de angustia tal que eterno,
seguía siendo, cuentan sus allegados, alegre y optimista. Su admirado Cervantes
había escrito:
con
todo es mejor vivir,
que
en las cosas desiguales
el
mayor mal de los males
se
sabe que es el morir.
Un gran amigo
suyo, Valentín Andrés Álvarez, dijo un día: “quien ha nacido en esta tierra,
podrá vivir lejos de los paisajes de su infancia, pero, si puede, vendrá a
morir a ellos”. El escritor y periodista cangués murió en Madrid pero reposa en
el seno de su tierra madre, bajo Los Picos d’Europa, cumbres de independencia,
valles de la libertad, que, desde siempre, vigilan el horizonte y velan por los
asturianos. Juan Antonio Cabezas, maestro de la información, hombre del
conocimiento compartido y horizontal, descansa bajo el manto de su patria
vertical.